miércoles, 22 de junio de 2016

El hombre sabio

Hubo una vez un hombre sabio que había dedicado toda su vida al estudio de las diferentes artes y ciencias. Sin embargo, su existencia estaba vacía. Por más que había estudiado los misterios de la tierra y escudriñado las maravillas del cielo no había logrado entender el significado del mundo. Cada día se preguntaba por el sentido de la vida y por el objetivo de todas sus acciones. Él las dirigía a un mismo fin: Conocer el mundo. Estaba seguro de que, conociendo el mundo, estudiando lo suficiente, tarde o temprano llegaría a algún tipo de conocimiento certero y seguro, algo que diera sentido al porqué de las cosas y al devenir del mundo. 

Los años pasaron y, aquel hombre sabio, logró aprender muchas cosas sobre las ciencias y las técnicas que regían el mundo natural y humano. Aprendió las artes y las diversas filosofías que dirigen las vidas de los hombres. Gracias a la gran sabiduría que había logrado acumular, aprendió también a dominar a esos otros hombres a voluntad y, gracias a esto, se convirtió en un hombre poderoso, con mucha influencia en los asuntos del gobierno. No obstante, a pesar de todo lo que había logrado, seguía sin comprender aquello que más anhelaba en todo el universo, entender el significado de la vida, comprender el sentido del mundo. Por esto, todas las noches, cuando se acostaba, volvía a su mente la misma pregunta: “¿Por qué el ser y no la nada?”. 

Anduvo los siguientes años enfrascado en esta misma tarea hasta que, finalmente, los días pasaron y consumieron la energía de la juventud. Entonces, viendo que el final de su vida estaba cerca se paró a reflexionar. Algunos hubieran creído que, entonces, el hombre sabio se habría arrepentido de “desperdiciar” tantas horas en la búsqueda de un conocimiento que no había logrado alcanzar. Sin embargo, el hombre sabio era persistente y metódico. Comprendió que, dada la situación, podía abandonar su empresa y disfrutar sin dirección ninguna de los pocos años que aún le restaban o que, por el contrario, podía burlar la muerte para, así, disponer de más tiempo para alcanzar sus objetivos. 

De este modo, se puso a trabajar sin descanso. Dirigió todos sus esfuerzos a la búsqueda de la inmortalidad, deseaba con todo su corazón controlar la muerte para poseer la vida y, con la vida en sus manos, poder escapar de los límites del tiempo. Gracias a todos los años de estudio y a su incansable trabajo consiguió desarrollar con su ciencia una forma de evitar la muerte. Los sacrificios fueron enormes pero, finalmente, logró engañar al tiempo y a la biología. Desarrolló un método para revertir los daños causados por la vida y, de este modo, cada vez que envejecía, su ciencia lograba que la juventud retornase a su cuerpo sin causar ningún daño. 

Una vez que logró derrotar a la muerte vino a su mente un nuevo obstáculo en el que no había reparado durante todos los años que había dedicado a desnaturalizar la biología. ¿Qué pasaría si, a pesar de toda la ciencia que lo mantenía con vida, un terrible accidente sesgara su existencia de un solo golpe?

Construyó una fortaleza inexpugnable. Gracias a la ciencia y los conocimientos que había adquirido durante toda su vida fue un trabajo largo pero posible. De esta forma, cuando estuvo concluida su nueva gran obra, se encerró dentro de sus entrañas para que nada ni nadie pudiera suponer un peligro. Conseguía todo lo que necesitaba del exterior gracias máquinas gigantes que, de nuevo, había desarrollado gracias a su ciencia. Finalmente, se sentó delante de uno de sus ordenadores y volvió a preguntarse por el sentido de la vida. Ahora que había logrado vencer al azar y a la muerte, nada debería interponerse en su camino. 

Pasaron los años y, el hombre sabio, continuaba sin encontrar el sentido a la vida ni a la existencia del mundo. Dentro de su castillo el tiempo se había detenido. Todo se desarrollaba en un ciclo estable e ininterrumpido. Lo que necesitaba del exterior entraba a través de las máquinas que vigilaban que nada fuera peligroso. Dentro de la fortaleza, usaba sus conocimientos para rejuvenecer constantemente y mantenerse con una salud perfecta. Nunca enfermó y jamás sucedió nada extraño que no estuviera previsto en sus apuntes. De esta forma, los años se convirtieron en siglos y los siglos en milenios. El hombre sabio había conseguido almacenar todo el conocimiento necesario para comprender todo cuando le rodeaba. Sin embargo, seguía sin encontrar sentido a su vida ni a la existencia. A pesar de todos sus esfuerzos, necesariamente, tenía que haber algo que se le había escapado… 

Un día estaba sentado delante de una pantalla de luz blanquecina. Repasaba sus apuntes una y otra vez, tal y como había hecho durante miles de años. Dio un suspiro y se echó hacia atrás en su silla. Apoyó la espalda y miró hacia arriba. Estaba cansado, hastiado, desanimado de buscar algo que siempre se le escapada. Finalmente, el hombre sabio, sin que sucediera nada en concreto, exhaló su último suspiro y murió de puro aburrimiento. 

jueves, 9 de junio de 2016

¡Larga vida a las manchas!

Huye veloz la noche amarga a esconderse entre las rocas,
Un horizonte guarda, el otro descansa,
Brillante como fuego ardiente, 
Desgarra el orbe arañado.

Florecen las montañas, 
De rosas y naranjas nevadas,
Poderosa arboleda que se eleva sobre dominios excelsos,
Centellean y mutan, verdes y azulados, y blancos de todo tipo.

Impresión francesa de mil colores, 
Como un trazo certero divide los dos mundos,
Uno arriba y otro abajo, 
Dos reinos y dos paletas. 

La calma ocupa el suyo, 
La vida el correspondiente,
Como pececillos helados, 
Los vapores revisten el mar pausado.

Ya se alcanza a distinguir entre sus formas, 
Plenitud y vacío, 
Criaturas de todo tipo brincan los campos, 
Hormigas laboriosas, afanadas en su ventura. 

¡Ya gobierna poderoso! ¡En su trono cabalgando!
¿Quién vería tantos mundos, sin candil tan soberbio?
¡Impresiones infinitas! ¡Manchas y más manchas!
Los colores lo ocupan todo…