miércoles, 20 de abril de 2016

Gracia

Anduvimos por la margen de la carretera durante un buen rato. A nuestras espaldas el pueblo iba quedando cada vez más lejos mientras me contaba la historia de su vida. Al principio hablaba con más cautela. En ningún momento se mostró dubitativa, pero sí que esperó a ver de qué pie cojeaba yo para recrearse en ciertos detalles de la narración. Entonces, cuando creyó que estaría de acuerdo con todo lo que me contase, la crónica de su juventud se mostró con muchos más colores que los grises iniciales de cuando me la habían presentado. 

Me explicó que siempre había vivido en aquel pueblo. Su padre había sido el alcalde y su madre nunca había trabajado. Únicamente, según me dijo, había colaborado en ciertas labores en la iglesia. Pero Gracia no consideraba aquello como "trabajar de verdad". Gracias a la buena situación económica de su familia había podido estudiar aunque, en su familia, hubieran sido cuatro hijos. Ella era la pequeña. Había tenido tres hermanos mayores que ya habían fallecido, igual que sus padres. A pesar de haber ido a la universidad su vida se reducía al pueblo. Al graduarse en Filología le ofrecieron un puesto de ayudante de profesor en la facultad que ella rechazó. Coincidió con la época en que su padre había enfermado y, al terminar la carrera, decidió volver al pueblo para cuidar de él. Después de aquello no había vuelto a salir de aquellas tierras castellanas. 

A veces tenía que pararse y descansar en los bancos que se distribuían a lo largo del paseo. El camino no era muy largo, puede que sólo un kilómetro. Sin embargo, tuvimos que parar dos veces. Ella hablaba de su pasado y yo escuchaba. Era mi misión, al fin y al cabo, era parte de mi trabajo. Después de que su padre muriera tuvo que cuidar de su madre. Sus hermanos se habían casado y vivían en la ciudad, aunque, según me contó, venían a verla a menudo. 

Según me explicó, para ser hombres, tanto ella como su madre no podían quejarse. En ese momento me interesé por su forma de ver las cosas. Al principio no entendí muy bien a qué se refería. Creo que esa fue la única vez en todo el camino que interrumpí su discurso para preguntar. Me explicó que los hombres, desde que nacen, están siempre muy “enmadrados”. En el caso de sus hermanos no había sido diferente y, los tres, habían crecido bajo el ala protectora de su difunta madre. En su caso había sido su padre el que había hecho de guardián. Ella era “su niña pequeña”. Continuó explicándome que, aunque los hombres siempre amen a sus madres, antes o después se casan con sus mujeres. Es ley de vida, decía. Entonces, pueden pasar dos cosas, que se conviertan en unos malos maridos o que se conviertan en marionetas de sus esposas. En ambos casos, los resultados para el matrimonio son muy distintos pero, en lo que respecta al tema que nos ocupaba, no había diferencia. Esos hijos que han vivido siempre a la sombra de su madre pasan a vivir a la sombre de su mujer, de un modo u otro, y, en la mayoría de los casos, se olvidan de la persona que les trajo al mundo. Es ley de vida, repitió. Pero en el caso de sus hermanos no fue así. Los tres habían venido a verlas con mucha frecuencia pese a lo que cabría esperar después de sus respectivos casamientos

Al principio pensé que terminaría hablando de las virtudes de sus hermanos. Sin embargo no fue así, lo hizo hablando de las virtudes de sus esposas. Dijo que sus hermanos eran hombres y que, como todos los hombres, hacen lo que les digan sus mujeres. Si sus hermanos no dejaron de venir por casa después de haber contraído matrimonio fue, únicamente, porque sus esposas fueron buenas mujeres y tenían cariño a su suegra. 

La tarde era agradable. Era una de esas tardes de primavera que lo mismo hace frío que calor. Si uno tenía la suerte o la desgracia de sentarse al sol se cocía y, si lo hacía a la sombra, enseguida sentía frío en los brazos. Gracia llevaba su chaqueta de punto encima de los hombros. La chaqueta iba y venía constantemente de aquí para allá y lo mismo se la ponía que se la quitaba. Todo dependía de lo caprichoso que estuviera el viento. 

Después de casi una hora de caminata y descansos llegamos a una puerta de hierro forjado pintada de negro. El diseño y las filigranas que la decoraban querían parecer antiguas pero la pintura sintética que le habían aplicado para darle el acabado final denotaba su hechura moderna. Abrí la puerta y ayudé a Gracia a salvar el escalón de la entrada. Me dijo que no cerrase, que seguramente vendría más gente y que no merecía la pena hacerlo hasta que se fuera el sol. Frente a nosotros se extendía una gran avenida dividida en dos por una hilera de cipreses que se dispersaba a lo largo de la parte central del camino. El paseo no había terminado y anduvimos otro buen trecho hasta que llegamos a nuestro destino. 

Al llegar deposité la mochila que llevaba en el suelo y saqué una botella de plástico y un trapo hecho con una camiseta vieja de algodón blanco. No tuve tiempo de preguntar si necesitaba ayuda porque, Gracia, prácticamente me los arrebató de las manos y se puso a limpiar la losa de granito que tapaba la tumba. Le pregunté si necesitaba ayuda pero me dijo que no hacía falta. Prefería hacerlo ella. Era algo que le reconfortaba. A pesar de haber perdido a su familia no me pareció que, al hablar de ella, se entristeciera. Tampoco mostró alegría como es de suponer. Simplemente hablaba de hechos del pasado con naturalidad. Con la distancia que debe dar el paso del tiempo. 

Mientras se esmeraba en sacar brillo a la lápida rebuscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó unas cuantas monedas. Me dijo que fuera a comprar un ramo de margaritas. Me dio unas cuantas indicaciones y me dirigí al quiosco que había dentro del cementerio. Cuando regresé Gracia estaba de pie, con las manos apoyadas en sus caderas y con gran cara de satisfacción mientras observaba el resultado de su trabajo. Se la veía orgullosa. Tomó el ramo de flores y lo depositó en una pequeña hendidura que había a los pies de la lápida tallada expresamente para tal fin.


viernes, 15 de abril de 2016

Dar tres vueltas a la propia casa

Dice el proverbio chino: “Antes de cambiar el mundo da tres vueltas a tu propia casa”. A lo largo de la historia de los pueblos hay dichos similares, al fin y al cabo la experiencia humana es siempre humana, independientemente de dónde y cuándo se haya vivido. 

Recuerdo que, a lo largo de muchos años, siempre fantaseaba con las grandes cosas que haría cuando fuera “mayor”. El tiempo ha pasado más rápido de lo que esperaba, y son muchas las cosas que he hecho, aunque no tan grandes como había soñado. En la adolescencia la energía es infinita. Las ganas de cambiar el mundo encuentran la fuerza necesaria para lograrlo. Sin embargo, sin ser un anciano aún, esa fortaleza se desvanece poco a poco (Temo cómo serán los años venideros si ya hoy el agotamiento es tal). La verdad es que, echando la vista atrás, y con la ventaja que aporta la perspectiva del tiempo pasado, uno se da cuenta de que el mayor pecado que se comete en la juventud es creer que es más fácil cambiar el mundo que hacerlo con uno mismo. De nada sirven los grandes ideales y los grandes proyectos cuando no se puede salvar un sólo día. 

El proverbio habla del mundo y de la propia casa. Mundo es siempre una palabra grande, aunque se utilice con distintos significados. En su sentido más amplio se refiere a la Realidad, al todo, a la suma de todas las cosas que existen. Su otro sentido, el pequeño, hace referencia a espacios más reducidos pero que guardan alguna relación entre sí. Además, suele ir acompañado de un predicado que lo determina para acotar bien la esfera de lo que cae en su pertenencia: el mundo de las ideas, el mundo universitario, el mundo de la política... 

La propia casa es una metáfora de la propia persona. Es bastante acertada. Al fin y al cabo, la casa es, en cierta medida, una prolongación de nuestro propio ser. Tiene personalidad, no es algo que se adquiera completado sino que es su habitante quien, con su “vivir en ella”, hace que la casa sea casa y no sólo inmueble o edificio. Dar tres vueltas a la propia casa se refiere a mirar nuestro pequeño entorno, nuestra propia persona y todas sus prolongaciones. 

El mundo y la casa se enfrentan para ilustrar un conflicto que se repite eternamente, generación tras generación y cultura tras cultura. El proverbio pretende llamar la atención sobre una realidad que es dolorosa pero muy tangible. Tenemos voluntad de cambiar el mundo, pero no somos capaces, ni siquiera, de cambiar nuestro espacio más cercano. Teorizamos sobre las grandes ideas y proyectamos sobre cuál debería ser el mundo perfecto y, sin embargo, no somos capaces de aplicar esos principios a las tres vueltas de la casa. 

La conclusión es clara (Es lo bueno que tienen los refranes, no hace falta pensar para aprehender su significado, simplemente llegan a nosotros como una luz brillante que transforma lo negro en día y el vacío en miles de cosas con formas y colores): El objetivo sobre el que se debe centrar todo el esfuerzo no es el “gran mundo” sino la “pequeña casa”. 

lunes, 11 de abril de 2016

La letra favorita

Los papeles se amontonaban sobre la mesa. Todo el escritorio era una masa informe de libros y hojas sueltas llenas de anotaciones hechas a lápiz. Justo en el centro había un cuaderno abierto por la mitad. Las carillas estaban sucias y llenas de garabatos que habían sido escritos muy rápido y sin cuidado. Se notaba en la forma que tomaban las letras sobre el papel. En el caso de las vocales no destacaba tanto pero con las consonantes la cosa era distinta. Eran más alargadas, tanto a lo ancho como a lo largo. Las rayas que se extendían de arriba a abajo junto a cada cuerpo lo delataban. Giraban de un lado a otro según su colocación. Siempre seguía el mismo patrón. Si la filigrana estaba arriba se caía hacia la derecha, si estaba abajo se torcía a la izquierda. Cuando se leía el texto a cierta distancia, parecía un montón de hierba que se inclinaba con el soplo del viento.

Su letra favorita era la efe. Con ella podía jugar y conseguir los requiebros más obscenos en los manuscritos. La punta del lápiz se apoyaba firme sobre el papel y luego, de un único trazo, una línea seca y sorda dividía en dos la escritura. Así, creaba una barra de separación que parecía más un signo de puntuación que una letra. Aquella barra le encantaba. Tenía la manía de hacer las efes así. No eran efes sino rayas grotescas y bien marcadas que sobresalían por arriba y por abajo dejando en evidencia al resto de sus compañeras. Arrastraba esa manía y era algo con lo que disfrutaba a pesar de llevar años haciéndolo una y otra vez de manera ritual.

Gozaba sobremanera cuando llegaba una palabra con varias efes. De todas, su favorita era filosofía. No porque le gustase la materia, que también. Adoraba la filosofía. Pero no disfrutaba escribiendo esa palabra por su significado sino por su abundancia de efes. Poder escribir dos rayas secas y cortantes, orgullosas de ser tan ostentosas por ambos lados y, a la vez, tan juntas entre sí, producía un placer indescriptible. Había ocasiones en las que la dicha quedaba frustrada por un punto malintencionado. Si filosofía era la primera palabra de la nueva oración era un fastidio porque, entonces, la primera efe se escribía con mayúscula y, en ese caso, la palabra perdía toda su gracia. Sin embargo, la mayoría de las veces, el problema conseguía ser solventado con un simple artículo delante del sujeto. Aquella jugarreta conseguía proferir todavía más éxtasis a la dicha de acuchillar el folio dos veces tan seguidas porque tenía la virtud de conseguir que se sintiera como un verdadero canalla al lograr esquivar, con intelecto pero con sencillez, el punto antojadizo que precedía la palabra mágica.