lunes, 11 de abril de 2016

La letra favorita

Los papeles se amontonaban sobre la mesa. Todo el escritorio era una masa informe de libros y hojas sueltas llenas de anotaciones hechas a lápiz. Justo en el centro había un cuaderno abierto por la mitad. Las carillas estaban sucias y llenas de garabatos que habían sido escritos muy rápido y sin cuidado. Se notaba en la forma que tomaban las letras sobre el papel. En el caso de las vocales no destacaba tanto pero con las consonantes la cosa era distinta. Eran más alargadas, tanto a lo ancho como a lo largo. Las rayas que se extendían de arriba a abajo junto a cada cuerpo lo delataban. Giraban de un lado a otro según su colocación. Siempre seguía el mismo patrón. Si la filigrana estaba arriba se caía hacia la derecha, si estaba abajo se torcía a la izquierda. Cuando se leía el texto a cierta distancia, parecía un montón de hierba que se inclinaba con el soplo del viento.

Su letra favorita era la efe. Con ella podía jugar y conseguir los requiebros más obscenos en los manuscritos. La punta del lápiz se apoyaba firme sobre el papel y luego, de un único trazo, una línea seca y sorda dividía en dos la escritura. Así, creaba una barra de separación que parecía más un signo de puntuación que una letra. Aquella barra le encantaba. Tenía la manía de hacer las efes así. No eran efes sino rayas grotescas y bien marcadas que sobresalían por arriba y por abajo dejando en evidencia al resto de sus compañeras. Arrastraba esa manía y era algo con lo que disfrutaba a pesar de llevar años haciéndolo una y otra vez de manera ritual.

Gozaba sobremanera cuando llegaba una palabra con varias efes. De todas, su favorita era filosofía. No porque le gustase la materia, que también. Adoraba la filosofía. Pero no disfrutaba escribiendo esa palabra por su significado sino por su abundancia de efes. Poder escribir dos rayas secas y cortantes, orgullosas de ser tan ostentosas por ambos lados y, a la vez, tan juntas entre sí, producía un placer indescriptible. Había ocasiones en las que la dicha quedaba frustrada por un punto malintencionado. Si filosofía era la primera palabra de la nueva oración era un fastidio porque, entonces, la primera efe se escribía con mayúscula y, en ese caso, la palabra perdía toda su gracia. Sin embargo, la mayoría de las veces, el problema conseguía ser solventado con un simple artículo delante del sujeto. Aquella jugarreta conseguía proferir todavía más éxtasis a la dicha de acuchillar el folio dos veces tan seguidas porque tenía la virtud de conseguir que se sintiera como un verdadero canalla al lograr esquivar, con intelecto pero con sencillez, el punto antojadizo que precedía la palabra mágica.

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