lunes, 27 de julio de 2015

El juego de cartas

Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, a quienes hizo presa de perros y pasto de aves…

Un pequeño temblor en los párpados y una musiquilla que se oía a lo lejos. Abrí los ojos y me vi de nuevo en el mundo de los Hombres entrando en el gran salón del Vizconde donde acababa de dar comienzo el baile de disfraces. Aquellas gentes danzaban y cantaban alegres vestidos con trajes que parecían sacados de la corte del rey Luis. 

Las cuerdas amenizaban la velada con sus violines y contrabajos. Una luz amarilla y naranja envolvía toda la sala y parecía hacer de todo lo que allí había una sola cosa, como si no hubiera diferencias entre esto y aquello, pues todo, siendo diferente, formaba parte del mismo circo y se movía y reía al compás de la misma música.

Un sirviente me ofreció champán y algo de comer. Al momento la Marquesa de Bizarre me tomó por el brazo y me arrastró hasta una mesita en el centro de la sala donde los caballeros, y también las damas, jugaban a un pasatiempo que combinaba tragos de vino y cartas. 

-¡Gana el que saque la carta más alta! ¡Pero si el contrincante vuelve a extraer otra carta de la baraja puede ganar y hacer que seas tú quien termine bebiendo de su copa!- Gritó la marquesa a la vez que empujaba de un golpe de caderas a un hombrecillo triste y menudo que estaba sentado en el lugar que nosotros ocupamos. 

Después de varias rondas todos los bebedores jugaban relajados y alternaban los licores con risotadas y gesticulaban de manera exagerada con las manos y con la cara. A la Duquesa de Rioltz se le había caído la peluca justo en el momento en el que su silla se quebró en dos, hecho que le hizo caer de espaldas al suelo generando grandes carcajadas entre todos los asistentes que allí estábamos reunidos. 

De repente sonó en la lejanía un reloj. Nadie pareció oírlo y todos siguieron jugando sin preocupación de ningún tipo. Al principio sonaba muy suave, como si estuviera en otra sala de aquel palacio. Después de la sexta campanada su tañido se había vuelto casi un estruendo en mis oídos pero ninguno de los que me acompañaban parecía sentir su martilleo. 
-¿No lo oís?
-¿Oír el qué?
-¡El reloj!
-Yo no oigo nada… ¡La reina de corazones! ¡He ganado! 

Justo cuando sonó la décima campanada todas las ventanas de la sala se abrieron y sus cristales se quebraron dejando entrar un viento helado del exterior que acabó con la luz de todas las velas y en un momento la oscuridad lo gobernó todo. 

Fue entonces cuando mis compañeros de velada se percataron de aquel sonido, de aquel reloj en la lejanía que hasta ese momento había pasado desapercibido en sus oídos. La gente chillaba y llamaba a los criados para que cerraran las ventanas y trajeran candelabros pero el caos se había adueñado de todo y nadie respondía a los gritos de socorro. El viento se había tornado en una tormenta de hielo y truenos que hacía temblar hasta los cimientos de la casa. 

Sonó la undécima campanada y los muros de la sala se troncharon como arcilla húmeda. Cayeron trozos de pared desmenuzada como si de migas de pan se tratase y las columnas reventaron sobre sí mismas haciendo que el artesonado que decoraba el techo se derrumbase sobre nuestras cabezas. 

Sonó entonces la última campana, la duodécima, y cesó la tormenta. Ya no había rayos, ni truenos ni lluvia, ni marquesas ni juegos de cartas. Sólo la oscuridad más absoluta.