miércoles, 24 de junio de 2015

El Lobo (Segunda Parte)

En el Lobo se reúnen gentes muy variopintas. Están sin duda los géneros habituales de los antros lúgubres de cualquier parte del mundo, pero hay también personas más peculiares, personas de esa característica personalísima que no encajan en ninguna categoría concreta y que constituyen, en sí mismos, el paroxismo de la anomalía. 

Una de esas personas es el señor Wu. El señor Wu es español, aunque de origen chino. Su piel es amarilla, su pelo negro y sus ojos rasgados. Lo que podría llamarse un chino de pura cepa. Es habitual de aquel tugurio porque tiene por costumbre y virtud leer la buena ventura de los comensales que allí se reúnen. Los camareros lo saben y siempre le reservan la misma mesa oscura y en penumbra al final del local. Al principio sorprendió un poco que “el chino”, como era conocido en el bar, echara las cartas y, encima, en un lugar con tan poca intimidad, llegó a ser hasta molesto para el encargado ya que constituía una atracción demasiado llamativa para un lugar que se caracteriza por no existir. Sin embargo pronto empezó a atraer personas de todos los géneros y dichas personas tenían, en la mayoría de los casos, un particular amor por la bebida. Esto hizo que los camareros empezaran a ver al señor Wu con mejores ojos, especialmente cuando se formaban colas las tardes de lunes a jueves en la barra del bar para que “el chino” les comunicara su buena fortuna mientras aquellos pobres desgraciados esperaban su vez ahogando el aburrimiento con vinos, whiskys y licores de muchos tipos. 

Wu es de las personalidades más llamativas del Lobo, pero no la única. La señora Remigia es una ricachona arruinada que debe rondar los sesenta y largos. Es ancha y regordeta, con la piel muy pálida y el pelo teñido de rojo. Desde luego no pasa inadvertida. Por si su propio físico no fuera suficiente, tiene por costumbre decorarlo con telas de gasa y terciopelo baratas y algunas joyas que adornan sus orejas, cuello, muñecas y dedos. Algunos la llaman, en tono bromista naturalmente, “la señora disfrazada de joyería”. En realidad nada de lo que lleva es bueno, lo más noble que toca su piel es cristal coloreado pues los tiempos en los que Remigia era la reina allá adonde fuera quedaron ya muy atrás. 

Vivió por todo lo alto cuando era más joven. Desgraciadamente para ella se arruinó por completo cuando a su marido le condenaron por evasión de impuestos y tuvo que empeñar todas sus joyas y sus vestidos buenos. Después tuvo que mudarse a una casa más humilde, cerca de Lavapiés. Para doña Remigia dejar su añorado Barrio de Salamanca donde había vivido toda su vida fue un golpe durísimo del que le costó recuperarse. Sin embargo con el divorcio que sobrevino a la caída de su estatus geográfico consiguió desplumar el poquísimo dinero que el bribón de su marido había escondido en varias cuentas en el extranjero y, gracias a ello, y a la ginebra todo sea dicho, consiguió recuperar el ánimo y, desde entonces, es una asidua a las noches del Lobo. 

Son muchos los personajes y personajillos de la muy nutrida y amplísima sociedad los que deambulan noche sí noche también por la barra de aquel local como para poder citarlos a todos sin dejarse a ninguno que merezca la pena. El señor Wu y doña Remigia son dos de los más carismáticos. Mas no sería justo ni acertado terminar este relato sin mencionar a la triste Ana. 

La triste Ana es una borracha de manual. Podría deshacerme en eufemismos para disfrazar la realidad pero sería inútil e irreal. La triste Ana, como la llaman en el bar, es peluquera. Trabaja de cuando en cuando cortando el pelo a caballeros y peinando cardados a señoronas de barrio. Ha pasado por multitud de jefes pero ninguno la aguanta mucho tiempo pues tiene la costumbre de beber desde por la mañana y eso es algo que, seamos sinceros, no da muy buena imagen… 

Por eso la despiden de todos los puestos que consigue. Vive de su familia, que ya no sabe qué hacer con ella pues, a sus cuarenta y cinco años, ni tiene novio, ni carrera, ni oficio ni beneficio y todo el que consigue amasar se lo gasta en cañas por las tardes. 

No se puede decir que la triste Ana esté en el Lobo todos los días. Es normal, pues le pilla un poco a desmano desde su barrio, sin embargo, si la noche promete ser larga, entonces se embute sus botas de cuero negro y algún top hortera de los que tiene arrugados en el fondo de armario que no hace más que acotar la pobre libertad de unas carnes que ya no están para muchas alegrías y, armada de ropajes indignos los pies a la cabeza, se lanza a la conquista de la madrugada junto a Wu y doña Remigia entre cañas, cartas, joyas y perfumes baratos que dan a la atmósfera del Lobo el aire de un templo pagano en pleno ritual dionisiaco. 

No os molestéis en buscar este lugar en las guías de mano ni en vuestros ordenadores porque no lo encontraréis. Existir existe, os lo aseguro porque yo he estado en él. Conocéis la calle y el nombre, así que preguntad a las gentes de mala facha que se mueven por el centro de la capital. Ellos sabrán guiaros.