lunes, 18 de mayo de 2015

El Lobo (Primera Parte)

Hay una taberna en Madrid donde se reúnen las gentes que prefieren no ser encontradas. Es un antro que bien podría ser el ejemplo arquetípico de las germanías de la capital, pues en él se dan todas las características que le son propias a dicho género. Se ubica en un callejón sin nombre que sale de la Calle del Lobo y, por ser la única tasca de la corredera, responde al mismo nombre. 

La entrada es tan pequeña que sólo puede traspasarla un cuerpo al mismo tiempo, o se sale o se entra, igual que en un banco, pero sin detectores de metal. La puerta es una diminuta apertura en la fachada negra de cemento al final del pasadizo. Está rematada por una viga de hierro oxidado que hace las veces de dintel y del que cuelgan algunas plantas, algunas vivas y otras muertas, que han ido creciendo por los resquicios y agujeros que los años han horadado en el muro.

Nada más cruzar la puerta hay un escalón que casi no se ve pero en el sólo unos pocos tropiezan puesto que, la mayoría de los que lo atraviesan, ya lo han hecho antes. Después del escalón hay un pasillo muy estrecho y muy oscuro con el suelo hundido y cubierto de azulejos de ladrillo desgastado y algo pegajoso. Los pies a veces se encariñan demasiado del adoquinado y cada vez que lo pisan  cruje la suela de los zapatos con un sonido desagradable y largo, y viscoso y seco a la vez.

Al final de la galería se abre a mano derecha la verdadera entrada de la cueva y entonces un arco iris de tonos rojos, dorados y negros dan la bienvenida al visitante. Como se encuentra en los bajos de algún edificio la ventilación es horrible y la atmósfera está siembre enrarecida y densa. Las telas que cuelgan de todas partes tampoco ayudan a respirar con facilidad. Hay cortinas azabache colgadas de la pared que decoran tragaluces inexistentes y trampantojos dibujados en la superficie del muro que emulan columnas y formas arquitectónicas clásicas y grisallas que dan al lugar un aspecto aún más dantesco si cabe. 

Las mesitas donde se sirven los licores son de maderas viejas. Casi ninguna está a la vista porque unos manteles rojos con flecos negros las cubren y sólo dejan ver las patas desvencijadas que sujetan, de manera más o menos firme, la superficie que sirve de teatro a los vinos y cócteles que allí se toman. 

Las sillas son igualmente rancias. Una pátina de negro y ocre recubre cada trozo de los respaldos y oculta cualquier posible vestigio de la veta que antaño pudieran haber tenido. En el caso de los asientos es distinto, pues el roce de las posaderas ha desgastado cualquier barniz que tiempo atrás cubriera las tablas y ahora se muestran desnudas y rubicundas sin más decoro que el de la propia madera virgen. 

Justo al final del gran salón, en el lado izquierdo de la estancia, se encuentra la barra y, tras ella, una estantería de madera de roble labrada con motivos vegetales repleta de botellas de anises y venenos de todo tipo. Los frascos que allí se alinean como un ejército de soldados de cristal multicolores no son las que lucen en cualquier taberna. Hay, sin duda, algunas que podemos encontrar en cualquier club de la capital, sobre todo en los más caros. Sin embargo los más interesantes son aquellos que no tienen etiqueta. Los camareros conocen los contenidos de aquellas ampollas y el cliente debe confiar en el buen ojo del servicio si quiere probar aquellas pócimas de mil demonios pues, hay que aclarar, que no se tratan de alcoholes de menor rango sino, más bien, mucho mejores que aquellos que se pueden conseguir en cualquier mercado de manera legal.