lunes, 13 de abril de 2015

La chica de los zapatos en la mano

Lucía es una de esas chicas que no pasa inadvertida. Ni es alta, ni es rubia y, ni siquiera, está tremenda. Debe rondar el metro sesenta. Su pelo es negro y un poco azulado, con reflejos, que lo llaman ahora. Lo lleva corto, como una media melena justita y un flequillo recto que le cubre la mayor parte de la frente. Tiene una nariz pequeña y respingona que, junto con sus ojos siempre avispados, le da un toque de niña traviesa. Ella lo sabe, y le encanta jugar con eso. Suele vestir de colores alegres, incluso en invierno. A veces algún vestido estampado o de lunares, pero casi siempre lisos. El rojo es su color favorito, aunque en su armario no faltan los amarillos, los verdes, los naranjas y algún azul cielo, aunque es de los que menos se pone.

A sus veinte años parece que tuviera muchos menos por lo despreocupado de su atención a las cosas. Pero también pudiera parecer que tiene muchos más por lo bien amueblada que tiene la cabeza. Hacer lo que se dice hacer hace de todo y de nada a la vez. Estudia Bellas Artes en la Universidad Estatal, pero no sabe dibujar, pintar pinta algo mejor. En sus ratos libres también practica danza y canto, y los fines de semana sale con amigos por el centro. Prefiere el ron con Coca Cola, aunque los chupitos de tequila tampoco le saben mal.


Lucía es de esas chicas que nunca viste de rosa. Tiene amigas y amigos, aunque es con los hombres con los que se encuentra más a gusto. Siempre ha sabido hacerse respetar y no le tiembla la mano a la hora de dar alguna que otra bofetada a los que intentan pasarse de la raya. Al final, sus amigos, la tratan como a un colega más. Por eso no entra dentro del espectro de las "tías"; ella, a pesar de ser una chica, es Lucía. Ha tenido un par de novietes, rollos más bien, porque se cansa pronto de ellos. Hubo uno que le duró más tiempo, pero eso fue con catorce años y sólo se daban un beso en los labios cuando salían del colegio.


Lucía cree que está destinada a hacer algo grande, como Picasso. Dice que cuando termine Bellas Artes quiere ser una especie de Tracey Emin a la española. El carácter lo tiene, el genio no tanto, pero con lo que tiene puede que llegue a hacer cosas grandes. Uno de sus sueños es irse a Nueva York, a trabajar un poco si puede, pero, sobre todo, a conocer el mundillo del artisteo de la Gran Manzana.


Entre sus artistas favoritos están Warhol, Jeff Koons, Hirst y, por su puesto, Emin. De todos ellos la loca de Tracey es sin duda su preferida. Hay muchas cosas que le gustan de ella pero, por encima de todo, le gusta porque es mujer. Para Lucía es un arquetipo, un modelo a imitar, una especie de espejo en el que verse reflejado y eso le encanta. No es que sea especialmente feminista en su manera de ver el mundo, que lo es, pero dice que si el mundo lo gobernasen las mujeres no habría tantas guerras. Dice que lo peor que podría pasar es que hubiera grupitos de chicas cuchicheando y criticándose unas a otras en las reuniones de la ONU pero que, después, cuando se encontrasen por el pasillo se sonreirían como si nada y comentarían entre ellas lo horribles que eran sus zapatos, nada más. Sin guerras, ni peleas de gallos y campeonatos de "a ver quién tiene más testosterona".


Todo esto lo cuenta en tono de broma por supuesto, como todo lo que hace y dice. Y es que se puede decir que Lucía nunca se enfada. Cuando se cruza con alguien que no le agrada sencillamente le ignora y sigue con los pájaros de su cabeza y sus mundos de pintores internacionales y vestidos de colores. Quizás por eso está siempre de buen humor. Si por lo que fuera la persona en cuestión se pone pesada no es muy de pensarse las cosas dos veces. Lucía sabe lo que quiere y no está dispuesta a aguantar tonterías.


En una ocasión había salido de fiesta con unas amigas y estaba bailando en una discoteca. De repente, justo cuando sonaba una canción que a ella le encanta, notó como una forma gruesa y seca se escurría por detrás de su espalda. Fueron sólo unas milésimas de segundo pero fueron tantas las cosas que se pasaron por su cabeza en aquel momento que el análisis de todo ello daría para escribir hojas y hojas sobre el tema. Al momento un escalofrío helado le subió por la espina y atravesó su espalda hasta llegar detrás de las orejas. Entonces abrió mucho los ojos y reconoció, perfectamente, que la forma gruesa que estaba invadiendo su "espacio vital", a ella le encanta usar esta expresión, era una mano que se dirigía, más o menos disimulada, hacia donde la espalda pierde su nombre.


La bofetada que le propinó en toda la mejilla al chaval que la había tocado coincidió con el final de la canción y se oyó perfectamente en toda la discoteca a pesar de la cantidad de gente que había allí reunida. El "aprendiz de violador", como lo bautizaron más tarde sus amigas entre risas y alguna que otra caída producida por los favores del ron, dio un paso hacia detrás para apartarse de la escena con tan mala suerte de tropezar con uno de sus propios amigos. Esto hizo que cayera en una pirueta que constituyó el paroxismo del ridículo más absoluto justo antes de apoyar, triste de él, la mano sobre los cristales de un vaso roto que había en el suelo.


El despojo de chaval se levantó compungido, con la mano sangrando y el pantalón manchado de arriba a abajo. Todo parecía haber terminado justo cuando Lucía le dijo: -Eso te pasa por meter la mano donde no debes-. Sin embargo, cuando todos los presentes estaban ya dispuestos a seguir con sus vidas e ignorarse mutuamente durante el resto de la velada, el chico de la mano larga empezó a llorar y, acto seguido, salió del local como alma que lleva el Diablo apartando a codazos a toda la chiquillería que allí se amontonaba. Naturalmente todo el séquito de carabinas que lo acompañaba hizo lo mismo y no volvieron a aparecer por allí en lo que restó de noche.


Lucía no se enfadó. Siguió bailando como si no hubiera pasado nada. De hecho fueron las amigas las que mostraban más atención a lo que acaba de suceder delante de sus ojos. Cuando vieron que Lucía no le dedicaba mayor importancia continuaron con la fiesta. Aquella noche fue memorable. Volvieron a casa con las primeras luces del amanecer...


Era tan tarde que ya era temprano. A Lucía se le había corrido el rímel y llevaba los zapatos en la mano, agarrados por los tacones como si de un ramo de flores se tratase. Toda ella era un ridículo precioso después de aquella noche. Estaba tremendamente guapa. Era el caos encarnado en una persona. Era la inocencia de la juventud, la alegría de la despreocupación, la naturalidad del alma indómita. Con su cuerpo pequeño y recogido, aún así, Lucía lo ocupaba todo.


Siempre es así, Lucía lo ocupa todo porque su personalidad es fuerte y dulce al mismo tiempo. Es el equilibrio perfecto de tozudez y ternura. Lucía es esa chica de los zapatos en la mano que, pase lo que pase, consigue que nunca se pierda la fe en el mañana.

viernes, 10 de abril de 2015

Trueking

Algunos decían que toda la culpa fue del Gobierno. Otros que la causa principal fue la moda ecológica y el principio del agotamiento de los recursos naturales. La verdad es que ambas tuvieron mucho que ver pero no sería del todo justo decir que fueron las únicas. De hecho había incluso personas que se apuntaron a esta nueva moda por el simple hecho de que les gustaban las cosas viejas.

Para mí era mi primera vez y, como no puede ser de otro modo, sentía esa excitación especial que todo el mundo siente siempre que se hace algo nuevo por primera vez en la vida. Que mi amigo Erik me acompañara ayudó bastante a decidirme. Él ya lo había hecho muchas veces y me había enseñado todo lo que había conseguido después de aquellas mañanas de ir y venir aquí y allá ajetreado con la mochila color verde pistacho a cuestas. Una noche tomando unas cervezas con unos amigos me convenció para acompañarle el próximo día y yo le dije que sí.


Era domingo por la mañana y Erik y yo habíamos madrugado para que nos diera tiempo a aprovechar bien la mañana. Habíamos quedado en la parada del metro cerca de su casa.


-¿Has traído todo lo necesario? -Me preguntó-.

-Sí.
-¿Y tu mochila?
-Sólo tenía esta negra... -Dije enseñándole mi mochila de Eastpak desollada por los bajos y con las correas hechas jirones-.
-Bueno, no es lo más ortodoxo pero tampoco pasa nada.

Tardamos una media hora en llegar hasta el Trueking Place. Cuando salimos de la estación el color verde en las mochilas parecía haberse convertido en la regla por antonomasia. Allí se reunía gente de todo tipo, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, gente arreglada y personas que iban casi descalzas. Todos llevaban una mochila a la espalda o rodando por el suelo y casi todas eran de ese horrible color pistacho que desde hacía unos años servía para identificar a los truekers.


Tuve que hacer un verdadero esfuerzo por no perder a Erik entre el gentío pero rápidamente me adapté a su forma de hacer las cosas. Me dijo:


-Tú no te separes de mí durante un rato hasta que veas cómo funciona esto, aunque no tiene mucho misterio. Mírame como lo hago y luego me copias ¿vale?


Entonces se acercó a una chica que llevaba el pelo recogido en forma de moño y sujeto con unas varillas rojas decoradas con unos dragones chinos muy mal pintados y se pusieron a hablar con total naturalidad.


-¿Buscas algo en concreto?

-Cambio libros y además tengo este móvil, esta lamparita de mesa y este reloj.
-¿A ver qué libros son? -Entonces la chica sacó varios tomos de su mochila y se los mostró a Erik-.
-¿Te gusta El fantasma de Canterville? Te lo cambio por esta edición del Tao Te King.
-Mmmm... Pues es que ya lo tengo... Déjame ver qué más tienes.
-¿De libros dices?
-Sí, sí...

La chica echó un ojo a los libros que mi amigo llevaba en su mochila y al final no le convenció ninguno. Se sonrieron y se despidieron con un alegre "feliz trueking". Después Erik siguió caminando entre la gente con el ojo avizor en aquellos objetos que sí que estaban a la vista. Yo le seguía, física y mentalmente, y analizaba todos sus movimientos y su manera de hablar con las personas que allí se movían a tropel pero con un sorprendente orden y elegancia entre todo aquel caos humano.


Finalmente Erik consiguió cambiar su Oscar Wilde por un libro de posturas de yoga de un autor americano no muy conocido. Cuando se acercó a mí me dijo:


-Bah... No es muy bueno pero hoy no parece que haya mucho para elegir. Tampoco tiene mucha importancia porque lo bueno de esto es que, cuando haya leído el libro, lo volveré a traer aquí para cambiarlo por otro...


Yo había traído varios objetos conmigo como me había dicho mi amigo. En mi mochila negra se revolvían varias revistas viejas de Historia y vida, un abrecartas de bronce con el mango en forma de águila, un imán para la nevera con una foto de Roma y unas gafas de sol con la montura en imitación a carey que estaban desgastadas en las partes de las patillas.


Me acerqué a una señora mayor que parecía estar buscando a alguien en concreto pero que finalmente resultó que, al ser menuda de estatura, no conseguía ver más allá de la primera línea de cabezas que se erguían como un bosque impenetrable frente a ella. Se llamaba Roberta, tenía 64 años y vivía sola en su piso de Malasaña con sus tres gatos, Zeus, Vulcano y Copito de Nieve. No quise preguntar de dónde sacó la genial idea de ponerles esos nombres a los pobres animales no fuera a ser que, dándole la oportunidad, me contara la otra mitad de su vida que no me había relatado aún.


Roberta resultó ser una señora parlanchina pero muy agradable. Se sorprendió mucho de que alguien tan joven llevara al Trueking Place unos ejemplares viejos de Historia y vida que hacía tantos años que no había vuelto a ver y le encantaron. No tuve más remedio que cambiárselos por una pareja de perros fu de porcelana descascarillada que, según me contó, no eran buenos pero tampoco malos del todo.


Erik y yo anduvimos un rato más por entre la gente hasta que a eso de media mañana nos empezó a entrar hambre y decidimos ir a comer al primer bar que encontramos fuera de la plaza. Allí aprovechamos para hacer recuento de todos los tesoros intercambiados: El libro de yoga de Erik, mis perros fu, un DVD con libreto de El Fantasma de la Ópera, otra lámpara de mesa distinta de la que mi amigo había traído, unas gafas de ver que yo cambié por las mías de sol, un portaminas y una pulsera de conchas de mar constituían todos los recuerdos de aquella mañana de trueking en pleno centro de Madrid.