jueves, 22 de enero de 2015

Memento Mori

Junto a las riberas del Tajuña se dibujaba a las afueras de un pequeño pueblo un camino custodiado a sus lindes por altos olmos. El camino partía casi desde la plaza misma donde se celebraban bailes y corridas de toros y bajaba por una pequeña calle que era la única que discurría recta entre aquellas casas que estaban rodeadas por caminos serpenteantes que enmarañaban la aldea de callejuelas imposibles. Llegaba hasta los campos de maíz que crecían a la ribera y, al llegar al río, se convertía en un soberbio puente de piedra que ponía fin a la pedanía. 

Los lugareños lo llamaban el Puente Romano, aunque de romano lo único que tenía era el nombre. Estaba hecho con grandes sillares de piedra asidos entre sí con argamasa amarilla y blanquecina que dotaba toda la construcción de un tono pálido que brillaba como una  luna en el cielo negro contra el verdor de los árboles y la hojarasca que crecía a su derredor. Seguía el camino dejando atrás tan portentosa creación humana y se adentraba por los terrenos dominados por la naturaleza. Las tierras eran fértiles y la mano del hombre había hecho de ellas campos de labranza donde se cultivan lechugas, más maíz y también patatas. 

Al llegar al final del sendero se levantaba una pequeña ermita dedicada a San Antonio adonde muchas vecinas del pueblo llegaban a rezar sus oraciones y a pedir favores para que, especialmente las más jóvenes, consiguieran la atención de ese mozo que todavía no se había dado cuenta de que aquella penitente era la mujer de su vida. Llegados a este punto el camino se bifurcaba. Un pequeño sendero se adentraba hacía el interior de la montaña que crecía grandiosa a espaldas de la ermita y el otro se retorcía en un giro de noventa grados que ondulaba en paralelo a lo largo del río que alimentaba aquellos campos y la ribera.

Había en esta parte de la vega algunas casas pequeñas desperdigadas como luciérnagas solitarias en la noche que moteaban el paisaje de formas humanas y que se mezclaban con la frondosidad de la naturaleza exuberante que crecía en aquella orilla. Era un camino muy transitado por las tardes. En él se reunían los vecinos del pueblo que iban a dar un paseo un poco más allá de la ermita y vagaban también por allí los labriegos de la zona que volvían a sus casas después de una jornada agotadora. 

Después de varios campos y un par de casas se escapaba caprichoso un pequeño sendero del tronco central del camino que se adentraba entre los maizales sin destacar sobre el paisaje y que, si no se conocía bien, era casi imposible de encontrar. Llegaba entre los olmos a un pequeño claro a orillas del río donde justo había un desnivel en el terreno que formaba una catarata que se deslizaba sobre unas terrazas inundadas por el agua que se escurría hasta conseguir salvar el terraplén. El lago que se formaba a su muerte había modelado una pequeña playa de piedras y lodo en donde iba a desembocar el sendero y quedaba todo protegido por el abrazo de las ramas de los álamos que allí crecían y que daban forma a un tejadillo de hojas y ramas que se peleaban por alcanzar los rayos del sol a la vez que creaban aquel pequeño refugio.

Aquel era el lugar más codiciado de la vega. Algunos chavales se reunían en él y jugaban trepando por las ramas de los árboles y triscando entre los matorrales que crecían a ras del suelo. Algunas veces se remojaban los pies en el río pero rara vez se bañaban porque, con la inclinación que creaba la cascada, el agua bajaba deprisa y removía el fango del fondo y se ponía marrón y oscura y parecía que estaba sucia y no invitaba al baño. 

Pasábamos allí todos los veranos y recuerdo aquellas tardes de sol abrasador frescas y ligeras bajo el amparo de aquel follaje verde y blanco. Recuerdo perfectamente la viveza y el brillo de los colores que allí se reunían y que penetraban mi pupila hasta el alma misma y grababan profundos aquellos arco iris de reflejos y destellos sobre el agua y las hojas. Recuerdo el fulgor de los rayos de agosto rebotando sobre los caparazones de los insectos que hacíamos prisioneros de nuestros juegos y caprichos. La luz de verano tenía una gama de matices especiales cuando brillaba sobre la armadura de las hormigas. Resplandecían como pequeños guerreros de azabache. Su carne se volvía más etérea y los colores mates dejaban paso a una superficie suave y sutil que refractaba la luz en tonalidades de negros y blancos hermosísimos que después sólo he conseguido volver a apreciar en las pinturas de algunos artistas franceses. 

Cuando la tarde iba tocando a su fin entonces recogíamos las pocas cosas que pudiéramos llevar encima y poníamos rumbo de regreso al pueblo. Naturalmente tardábamos una eternidad en llegar a nuestras casas porque de camino seguíamos con nuestros juegos de correr y saltar, de jugar con los palos y las piedras que nos encontrábamos y también con los pobres bichos que sufrían estoicamente todas las perrerías que les hacíamos. 

Más o menos cuando habíamos llegado de vuelta a la altura a la que estaba la ermita era cuando los grillos empezaban a cantar con su crepitar nocturno y las primeras estrellas empezaban a ganar la partida al azul del cielo. Los olores secos del día iban dejando paso al embriagador perfume de la noche y era entonces cuando un aroma a jazmín y clavellina invadía todos mis sentidos y relajaba los músculos. El ambiente se volvía más denso, como más pastoso. Pero no era pesado ni asfixiante. Se transformaba en una especie de piscina infinita en la que el aire estaba cuajadillo de olores a flores y humedad que ejercía las funciones de un bálsamo protector después de un larguísimo día bajo un sol de justicia que sólo había sido mitigado de cuando en cuando por las ramas de los olmos.

Cruzábamos el puente felices y satisfechos. Nos sentíamos los reyes del universo. Otro día más habíamos completado la gran hazaña de caminar hasta la cascada y volver victoriosos de nuestro destino. Atravesando aquel puente éramos nosotros verdaderos romanos que cruzábamos triunfantes las puertas de la ciudad tras la batalla sin que ningún memento mori nos recordase al oído una y otra vez que aquella gloria sería pasajera. En aquellos días no había visiones oscuras ni tampoco miedos por el futuro que vendría. El mañana era resplandeciente, igual que el presente. Todos los peligros que pudieran acechar se disiparían con nuestra fe y nuestra valentía como únicas armas y escudos contra el porvenir misterioso que era la edad adulta. 

domingo, 18 de enero de 2015

Una casa de pueblo

Hay en un pequeño pueblo una casa abandonada que está a las afueras. Tiene los portones azules y elevados, y también algo de óxido en las juntas de los quicios. Desde hace algunos años nadie vive allí. Hay un hombre que pasa de vez en cuando y es el único que entra y sale de ella. Abre las ventanas y ventila las habitaciones para que entre aire fresco y se vaya el olor a cerrado. Siempre que llega echa un ojo aquí y allí y revisa todas las alcobas para asegurarse de que todo está en su sitio. En realidad no hay nada que merezca la pena ser robado, pero como la casa está deshabitada y por allí abundan los ladronzuelos prefiere asegurarse de que todo está en orden. 

Detrás del portón hay un jardín abandonado que antaño fue florido y hermoso igual que la casa, pero en el que ahora sólo crecen las malas hierbas y los rastrojos. Ya ni siquiera el color de las piedras es el mismo que fue en el pasado. Hace unos veinte años había muchos niños que jugaban todo el día en aquel jardín, montaban en bicicleta y hacían castillos de arena con la tierra y los palos que encontraban en el suelo. Los domingos se celebraban comidas familiares al aire libre y en las noches de verano se contaban las estrellas del firmamento arropados por la suave brisa nocturna del mes de agosto. Ahora ya no queda nada de todo aquello. Aquellos recuerdos sólo viven en la memoria de los niños que jugaban en el jardín. Los muros de aquella casa ya no están llenos de vida como lo estuvieron antaño pero, por lo menos, aquellos niños todavía lo recuerdan. 

Dicen en el pueblo que aquella casa no está abandonada del todo. Dicen que tiene un fantasma que se pasea por ella y que en vida fue su dueña. Naturalmente nadie ha visto al espectro. Algunos comentan que de vez en cuando se ven sombras por detrás de las cortinas de la ventana de la cocina que da a la calle cuando no hay nadie. Al hombre que la cuida y que va de vez en cuando a verla le han pasado algunas de esas típicas cosas raras que a veces suceden pero que perfectamente pueden ser simples casualidades. Al fin y al cabo cualquier casa vacía es susceptible de tener fantasmas en el imaginario popular. 

En una ocasión el hombre estaba haciendo su típico recorrido por las habitaciones para asegurarse de que todo estaba en su sitio cuando se percató de que algo no lo estaba. En el dormitorio principal, el que era el de la dueña de la casa, había un par de zapatillas de felpa puestas a los pies de la cama, como si estuvieran esperando a que su dueña se levantara para no andar descalza por el suelo. Lo raro es que esas zapatillas siempre están guardadas en el armario de la habitación. Llevaban ahí desde que su dueña falleció hace muchos años. Como el cuidador es un hombre ocupado no reparó demasiado en este hecho y, al verlas, simplemente las volvió a poner en su sitio sin darle mayor importancia a semejante episodio y sin reparar en que, si se hubiera girado a la derecha en vez de a la izquierda para salir de la alcoba después de devolver las zapatillas a su altillo, hubiera visto reflejado en el espejo la cara del fantasma. 

Algunos comentan que esa casa no ha vivido todo lo que le está reservado vivir todavía. Dicen que algún día se volverán a celebrar comidas y reuniones familiares los domingos en el jardín. Que las malas hierbas y la cizaña deberán ser limpiadas y sustituidas por flores de miles de colores y por un pequeño huerto que dará verduras y hortalizas que se comerán los días de celebración. Comentan que, hasta que esto suceda, todavía deberán de pasar algunos años pero que, cuando llegue el día, el fantasma podrá descansar en paz y abandonará este mundo para irse a donde debe estar pero que, hasta entonces, seguirá vagando por aquella casa observando a la gente a través de las cortinas de la cocina y cambiando algunas cosas de sitio para intentar llamar la atención de la que gente que no la oye. 

lunes, 12 de enero de 2015

Villabajo

Hay un pequeño pueblo a la ribera del Tajo y custodiado a norte y sur por montes que sirven de hogar a conejos y zorros. El pueblo acostumbra a recibir muchos visitantes, especialmente los fines de semana. Desde hace años sus habitantes descubrieron el filón del turismo y desde entonces lo han sabido explotar con mucho éxito. Cerca de la plaza mayor hay multitud de casas rurales y restaurantes de comida típica de la zona. Por sus callejuelas, ahora limpias y bien conservadas después de un plan integral de remodelación y embellecimiento que fue todo un acierto del alcalde, se descubren las tiendas de artesanía y productos ecológicos que los turistas compran a precios muchos más caros de lo que valen pero que pagan alegremente porque están de vacaciones. Al fin y al cabo, cuando estamos de tiempo libre, nuestra psicología se transforma y no podemos evitar esa idea de a vivir que son dos días. 

En estas tiendas se pueden encontrar artículos muy variados. Hay por supuesto el típico souvenir hortera fabricado en China y traído a Europa en barcos de mercancía al por mayor y que, cuando llega a su destino, le impresionan con el nombre del lugar que va a promocionar. Sin embargo encontramos objetos mucho más refinados y que merecen unos minutos de contemplación más detenida por su capacidad de crear placer al que los observa. 

En una de las calles que van a dar a la plaza, justo antes de entrar a esta, se encuentra una de las tiendas que más visitantes recibe a lo largo del día. El local es amplio pero no tiene demasiada variedad de género. Eso ha conseguido que se salve de la invasión de los plásticos. La atmósfera es oscura y fresca en verano y cálida en invierno, la combinación perfecta para el cliente solitario. Vende artesanía local, aunque la anuncia como si fueran antigüedades. Está regentada por una señora que se ocupa de las ventas, aunque a veces también hay un chico joven. Pudiera ser su hijo, la verdad es que tiene toda la pinta aunque no lo sé y no lo puedo asegurar. 

Venden objetos muy variados. Hay muchos muebles, mueble pequeño, del que llaman auxiliar. Están hechos con maderas duras y pesan mucho. Las piezas están bien ensambladas y por ello tienen todos un aspecto rústico y a veces un poco tosco en el tacto. Aunque a la vista no resultan tan violentos. Tienen también una gran variedad de objetos decorativos. Hay piezas de madera tallada que imitan la forma de animales y personas. Tienen también piezas de cerámica, algunas pintadas y otras en arcilla cocida, presentadas a hueso y sin más. Hay botijos, palanganas de hojalata, cuencos, botes de todos los tamaños y formas, hay también algunos jarrones y platos decorados al estilo castellano, y también cestos de mimbre y hasta gorros de paja.

Todo está amontonado según ha ido entrando en la tienda. Los muebles más grandes están más abajo y los objetos pequeños se van ordenando de mayor a menor por tamaños de abajo a arriba desde los muebles hasta el techo. Hay un pequeño pasillo en forma de círculo que empieza en la caja de pagos y termina en el mismo sitio y que sirve para que los clientes paseen entre tanta almoneda para ver qué se les antoja.

Fuera del local se apoltrona un perro grande y vago. Está siempre echado a la margen del quicio de la entrada junto a la puerta. Cuando pasas por delante, ya sea cuando entras o sales, levanta levemente la cabeza y te mira. Otras veces ni eso, sólo te mira pero sin despegar su cuerpo del suelo. Nunca ladra ni hace ningún ruido. Es un buen guardián porque a pesar de su aspecto bonachón es un chucho obediente que sólo reacciona a la voz de su ama. 

Saliendo de la tienda, a mano derecha, se llega a la plaza del pueblo. Allí se pueden ver las balconadas corridas a lo largo de todas las fachadas. Cubren todos los edificios que dan al ruedo desde el primero al último piso, los bajos están reservados a los soportales. Detrás de uno de los más viejos se levanta desproporcionado el campanario de la iglesia, que se encuentra en una calle que discurre paralela a la plaza y que, de no ser por esta, cortaría perpendicularmente a la de la tienda. 

sábado, 10 de enero de 2015

Todos queremos ser felices

Todos queremos ser felices. Parece una afirmación innegable. En consecuencia el mercado se satura de libros para sanarse a uno mismo y conseguir esa felicidad a través de técnicas e ideas plasmadas en papel que, se supone, tienen las bendiciones de curar al enfermo y transformar nuestra vida a golpe de varita. Sin embargo toda esa morralla psicoanalítica no ha sido capaz, en todos estos años que lleva vigente esta moda, de solucionar ni un solo problema de los hombres. No hay un sólo libro de esta índole que haya sido capaz de “hacer feliz” a sus lectores. No obstante las ventas no han descendido sino que, lejos de lo que cabría esperar, han aumentado y se han convertido, junto a lo que podríamos denominar mass novel o literatura para idiotas, en la categoría de libros más vendidos en Occidente. 

Estamos ávidos de ser felices. Se nos impone el ser felices como la máxima de nuestra vida a golpe de repetirlo una y otra vez sin que haya más sentido que la felicidad misma. Entonces cabría preguntarse por qué unos seres que dedican la mayor parte de su tiempo y de sus energías a buscar la felicidad son tan desgraciados. Sin duda la respuesta no es sencilla y no pretendo caer en el simplismo, pero tampoco aspiro a escribir un postulado ético al respecto en estas líneas por lo que intentaré ser concreto pero breve. 

Es evidente que, cambiando quizás ligeramente el envoltorio de las formas edulcoradas que digerimos para la búsqueda de nuestro propio bien, esos libros de autoayuda y lo que podemos llegar a hacer como consecuencia de su lectura es, básicamente, lo mismo. Cambian cuatro frases aquí y allá pero el contenido es muy similar. Se parafrasea a algunos líderes del pensamiento antiguo y se presenta su receta masticada para que el público de masas sea capaz de hacerse una idea vaga de lo que quería decir y así se sienta superior a su yo de antes y con ello queda satisfecho y complacido brevemente creyendo, pobres diablos, que han encontrado la panacea a todos sus males y que a partir de ahora todo les andará mucho mejor en la vida. Cuando la nueva doctrina hace aguas simplemente se coge un libro nuevo y se repite la misma receta. 

No hay nada en la autoayuda que sea capaz de ayudar al hombre. En primer lugar porque se presenta como pseudofilosofía cuando no lo es. En segundo lugar porque la gente que lee esos libros no está dispuesta realmente a cambiar, espera que sea el libro quien haga el trabajo por ellos mientras se quedan sentados cómodamente en el sófa de su casa haciendo exactamente lo mismo que hacían antes de leerlo pero, eso sí, creídos inspirados de una luz cuasidivina que les ha abierto la mente a mundos sutiles que siempre habían estado presentes pero que nunca habían sido capaces de percibir correctamente pero que, con la ayuda de su nuevo grimorio, ahora sí que son capaces de ver. Y finalmente y en tercer lugar porque esos libros de autoayuda están escritos para buscar la felicidad de uno mismo. 

La autoayuda es un producto del consumismo occidental y la satisfacción que se obtiene de ella es la misma que el placer obtenido del consumo de cualquier otro producto mercantil. Ese placer es intenso pero efímero. Con ello se fomenta el ciclo de insatisfacción, consumo, satisfacción y nuevamente insatisfacción.  Entonces la rueda se vuelve a ponerse en marcha y así sine die

Los libros de autoayuda no funcionan por su propia naturaleza. ¿Alguno ve en las tiendas libros de exoayuda? Los libros de autoayuda están centrados en uno mismo, alimentan el ego del lector haciendo que se crea el centro del mundo, de su mundo, hasta el mismo universo debe ser visto con los ojos egoístas del individuo. Si realmente queremos ser felices debemos olvidarnos de nosotros mismos, el ego conlleva sufrimiento e insatisfacción. El deseo de felicidad que impera hoy en día en Occidente es su mayor lastre para conseguir una satisfacción real y duradera. Desear ser felices es el principio mismo de la infelicidad. Desear la felicidad ajena genera, espontáneamente, el abandono del propio ser y, con ello, surge de manera automática la felicidad. 

La autoayuda es, por propia definición, una contradicción en sí misma dado que, la felicidad nunca puede venir de un "auto" sino de un "exo". La felicidad humana surge de la exoayuda, la práctica de la autoayuda nos convierte en protagonistas de nuestros propios pensamientos y, con ello, imposibilita cualquier forma de satisfacción, presente o futura. 

miércoles, 7 de enero de 2015

El sueño de una noche de verano

El cielo era oscuro y negro, moteado aquí y allá por un mar de estrellas infinitas que tachonaban el firmamento con su azul eléctrico y vibraban como tímidas llamas en la noche. El aire era fresco para ser verano. Corría una leve brisa que acariciaba las manos y las mejillas a su paso y que recordaba al soniquete de una música alegre. Sentados sobre la colina hablaron de mil cosas mientras la luna recorría orgullosa su camino sobre la bóveda celeste. 

A los lados un bosque de pinos se erguía soberbio colmando de vida y verde toda la montaña. Frente a ellos se extendía un pequeño prado y, tras él, una playa larguísima que abrazaba las olas de un mar en calma quieta que se perdía hasta donde alcanzaba la vista más allá del horizonte desvelado. 

Los grillos tocaban su canción y las luciérnagas parecían pequeños destellos de día esparcidos por el campo y lanzadas a la carrera contra el viento de la noche. Pasaban las horas y las palabras se hacían cada vez más cariñosas. Finalmente, con los primeros rayos de la aurora, uno de los brazos estrechó el otro cuello y un beso de gorrión se posó desenvuelto sobre los labios. 

lunes, 5 de enero de 2015

Oda de toda valentía

Tiritando me desvelo y veo
Rayos grises que asoman por la ventana
Sin flores ni alegrías.

El invierno muchos soles ha picado
Y arrullado por el frío enero
También Helios ha caído.

Soy el que fui sin serlo
Soy una sombra en el espejo que no reconozco
Soy un cadalso preparado.

La vejez mis años ha mordido
La salud, antaño portentosa, desaparecida
La esperanza, ¡ay esperanza!

Que fuiste vela y timonel
Movida por el viento y las mareas
Urdiste horizontes caprichosos ahora marchitos. 

Oda de toda valentía
Ya no hay trono ni corona
Ya no hay horas ni tampoco días…