jueves, 27 de noviembre de 2014

Doña Pepita

Doña Pepita es una mujer difícil. Es de esas personas que si no fuera por su carácter sería muy feliz en esta vida. El problema de Doña Pepita es que tiene por costumbre hacer hincapié en el lado negativo de las cosas que le suceden en su día a día en los quehaceres propios de todo ser humano. Por esto si tiene que coger un autobús siempre lo pierde, si tiene que comprarse una blusa nunca encuentra su talla y si tiene que ir al médico no consigue ser atendida como a ella le gustaría. 

Doña Pepita es una mujer sin maldad, aunque le encanta hablar de los demás, no para criticarlos propiamente dicho, sino para comprender sus propias penas y justificar así sus cuitas ya que, de forma endémica, todos sus problemas tienen su origen en las acciones del prójimo que se reitera en su manía de hacerle la vida imposible a la pobre Doña Pepita. Es por esto que ella nunca tiene la culpa de las cosas que le pasan en la vida pero siempre le pasa de todo. Suele explicar que, lo que le ocurre, es que la gente es muy mala, que ella no hace mal a nadie y que el mundo es muy injusto con ella; aunque no con el resto. 

Y esto es otra cantinela que repite siempre porque, sin lugar a excepción, todas las personas malvadas que rodean la vida y los quehaceres de Doña Pepita son más ricos, más guapos y más afortunados que ella sin que haya ninguna explicación racional aparente que sosiegue el ánimo de este sujeto que ahora nos ocupa. Visto desde fuera uno no suele percatarse de este hecho tan inusual, y es que resulta que, a pesar de las quejas de Doña Pepita, si uno no repara pausadamente en la dicha y desdicha de sus vecinos, cualquiera pensaría que son estos tan suertudos y gafes como cualquier otro hijo de Dios sobre la faz de la Tierra sin que mereciera, este hecho, atención más detenida. 

Pues resulta que, analizando el cuadro de costumbres y malicias con un detenimiento mayor y con los humores sosegados, lo cual es fundamental para que el escrutinio sea eficaz, cualquier cabeza templada de da cuenta rápida de que los conciudadanos que comparten tiempo y espacio con Doña Pepita no son ni más ricos, ni más guapos ni más afortunados que ella sino que, simplemente, son optimistas. 

Es por esto que a Doña Pepita todas las mieles le saben amargas. No es que el mundo esté confabulado contra ella ni que el caprichoso Destino que mora más allá de las nevadas cumbres del Olimpo y que es rey y juez por igual de dioses y mortales la tenga enfilada con Doña Pepita, lo que ocurre es que es esta mujer su propio problema y única causa de todos los males que le acontecen, pues es tan rauda en ver la paja en el ojo ajeno que no es capaz de guardar fuerzas para ver la viga en el suyo y, de este modo, sólo percibe el vicio ajeno y no el propio como causa de sus desavenencias. 

Por esta manera de afrontar los quehaceres del día a día todas las alegres posibilidades  se tornan en tristeza y, las veces que no es así que son las menos, está tan preocupada y tan temerosa de lo que le deparará el futuro que no consigue disfrutar de los pocos placeres que consigue encontrar en su existencia. Por esto, cuando uno analiza detenidamente a Doña Pepita, se da cuenta de que sus amigos no son más ricos que ella sino que, simplemente, no piensan tanto en el dinero ni en los infortunios que traerá el mañana por su causa; se da cuenta de que sus amigos no son más guapos que ella sino que, sencillamente, sonríen con facilidad y no portan consigo una máscara de perpetua preocupación por cara; se da cuenta, finalmente, de que sus amigos no son más afortunados que ella en la vida sino que, naturalmente, aceptan las cosas tal y como vienen y ven, en cada acontecimiento de la vida, un normal devenir de las cosas y no actos finales que conlleven un melodrama digno de una tragedia de Sófocles. 

Desgraciadamente es Doña Pepita un caso sin solución pues, en muchas ocasiones, le han dicho: <<Pero mujer… No se lo tome usted así, ya verá como se pasa pronto, si un catarro es cosa normal en esta época del año>>. Pero ella insiste en su pena: <<Sí, sí… Será muy normal pero eso lo dice usted porque no está acatarrada, si fuera usted quien no pudiera ni respirar con normalidad ya me gustaría a mí verle decir esas palabras>>. Y cuando declara esto tiene la costumbre de elevar mucho el tono de voz y modular el timbre de forma que suene chirriante y muy agudo de tal manera que resulte, no sólo molesto por lo alto de su decir, sino también irritante por la forma afilada y saturada de íes que tiene en su hablar. 

Este es sólo un ejemplo de las penas de Doña Pepita y de los ánimos que recibe de alguna buena amiga que tiene la mala suerte de cruzarse en su camino cuando la protagonista de esta historia está atacada por los malos humores, que suele ser casi siempre, pero como este los hay muchos. La pena es que si de un simple catarro se desgranan estas cuitas, comprenderá el lector, qué pestes no soltará por su boca cuando los dolores sean mayores y realmente lo sean. 

Doña pepitas conozco muchas en la vida, y también don pepitos. Son personas quejumbrosas, temerosas del mundo y del futuro, desconfiadas del género humano y que son incapaces de disfrutar de los bienes que da la vida sin sacarles alguna pega. Son personas aburridas de sí mismas, de su vida y de sus logros. Débiles en lo que al carácter y en lo que al dominio de sí mismos se refiere. Personas tan atadas a la mundanalidad de su existencia que creen que todo lo que les rodea debe caer bajo su control, que exigen todo porque se creen dueños de nada y que, en realidad, están enfermos; enfermos del placer porque, teniendo deseos imposibles de satisfacer, no hay nada en la vida que les satisfaga. 

martes, 25 de noviembre de 2014

La Noche

Cae la noche y pare el cielo
silencio funesto y calma tenebrosa
en praderas y valles
la oscuridad lo gobierna todo. 

Negra madre de locura y sinrazón
a tu hora viven asesinos y ladrones
confía en mí cuando te digo
no los verás tramar a los ojos de la luz.

El lobo y el vampiro viven a tu abrigo
las sombras los cobijan
en sus dientes se derrama la muerte
y a su grito teje la Parca. 

Llegan a mi casa
tinieblas penitentes con los rostros hundidos
su música es el grillo y su cantar no se oye
son Morfeo y sus diablos que se meten en mi cama.

Custodios de mi féretro
ungen mi sentido con ensueños y desvaríos
envuelven mi cadáver con sudario de algodón
y vigilan a la entrada, no haya caminante que se acerque. 

En silencio
muy en silencio
voy perdiendo la cordura
y muero. 

miércoles, 19 de noviembre de 2014

El Jomi

Hay un bar en la calle de mi casa que es la tristeza personificada. Yo me mudé a este barrio hará ya unos años y cuando lo hice ya estaba aquí. Ciertamente debe llevar en el mismo sitio desde los albores de la humanidad y desde que el mundo es mundo porque, sin exagerar lo más mínimo, es tan antiguo que todo lo que hay en su interior estaba ya allí antes de que yo naciera. 

Se trata del típico bareto español, de esos que antes llenaban las calles de Madrid y que, poco a poco, van desapareciendo para dar lugar a restaurantes de autor, locales de moda y coctelerías chic (Estos establecimientos merecen crónicas aparte, ya que son recintos con asuntillos tan interesantes y dignos de atención como el que ahora nos ocupa, pero como hoy no es el caso que nos atiende no me cebaré con ellos y guardaré mis bilis para otro día). Este tipo de tascas a la española, antes tan comunes, cada vez son más escasas. Esto se debe a que son negocios que requieren mucho esfuerzo y sacrificio y, por encima de todo, un mobiliario kitsch completamente desfasado que ya no se encuentra en las tiendas fácilmente. Los más afortunados cuentan haber visto algo de ajuar los domingo en El Rastro, pero son tan escasas las piezas de recambio que no resulta factible perpetuar un género tan hispánico y la mayoría de los empresarios, llegada la hora de escoger entre arreglar su bar o defenestrarlo para siempre de los anales del mundo, optan por la segunda de las opciones. 

El Jomi, que así es como se llama tan curioso lugar, está regentado por un matrimonio que debe rondar los sesenta años pero que aparenta, en realidad no tener más edad, pero sí haber vivido muchos siglos en su paso por este mundo. El nombre nace del de sus dueños, Joaquín y Milagros; es evidente que no se comieron mucho la cabeza para escoger el letrero de plástico blanco y rojo que corona la entrada de aluminio y cristal que da paso a las profundidades de aquel antro. En el interior todo es oscuro y viejo, tan viejo como sus dueños. Se trata de un espacio rectangular en forma de tubo, un tanto claustrofóbico ya que, exceptuando la cristalera de la entrada, no tiene ninguna ventana ni ventilación que permita que el aire de la calle se cuele por lugar alguno y traiga un poco de frescura nueva a aquellas paredes y suelos. 

A la izquierda se encuentra la barra. Tiene un rodapié plateado y mate, de acero destartalado que tiembla cuando se le roza con la puntera del pie y que se cae al suelo cuando al bajar de los taburetes se le da una patada sin querer. Joaquín está ya acostumbrado a que pasen estas cosas y, por eso, siempre le quita importancia y les dice a los pobres clientes que se disculpan de tan tamaño estropicio que no se preocupen, que es que debería arreglarlo pero que como están las cosas pues ya se sabe. La parte de arriba de la barra es de plástico. Antaño fingía ser madera. Se trata de una balda de contrachapado amarillento por algunas partes, esto lo sé porque el sobre sintético que lo cubre está roto por algunos lados y deja ver lo que hay debajo, que está rematada con una lámina de formica negra y beige que en otra época imitaba las vetas de la madera del pino barnizado. 

En el otro lado del bar está la máquina de tabaco, elemento indispensable para dotar todo el ambiente de una atmósfera más decadente al más puro estilo años setenta, y tres mesas incrustadas al suelo con tornillos enormes con sus respectivos sillones de cuero, también sintético. Los tableros donde la gente se sienta a comer son del mismo material que la barra donde Joaquín sirve los chatos de vino y los whiskys con agua, Milagros no suele atender nunca porque está siempre en la cocina. Las mesitas tienen los mismos rotos y los mismos colores desvaídos en el contrachapado y en la tapa que los que se encuentran en la barra pero, en este caso, los agujeros son más grandes y se concentran todos ellos en la parte más alejada de la pared. 

Los sillones son dignos de mención aparte porque, exceptuando en las películas de Paco Martínez Soria, son imposibles de encontrar hoy en día. Son sofás de dos plazas y enfrentados entre sí a cada lado de la mesa. Tienen una base de metal plateado del que sale el armatoste que sirve para apoltronar las posaderas y, del final de este, un segundo trasto de la mitad de las dimensiones que su precedente que se usa, porque servir no sirve, para apoyar la espalda. Exceptuando la parte de la base metálica, están, todos ellos, revestidos con una tela de cuero sintético de acetato en color vino burdeos que no deja transpirar el aire y que hace que te pegues a ella de igual forma ya sea verano o invierno. 

Las paredes están decoradas con los recuerdos más casposos que uno pudiera imaginar. Junto a las mesas hay en la pared un cuadrito en el que se puede leer un título que reza <<Todo por la patria>> y a continuación un texto escrito en una letra diminuta sobre un folio amarillento a causa del paso de los años. Tiene algo que ver con Joaquín, de cuando estuvo en la mili o algo así; aunque si he de ser sincero nunca he llegado a enterarme muy bien de qué se trata a pesar de que me hayan contado la historia mil veces. Un poco más allá, justo entre la máquina de tabaco y la primera de las mesas de formica, hay colgado un reloj de pared con el escudo del Atlético de Madrid grabado sobre la esfera y, sobre este, una capa de polvo y grasa que se lleva acumulando en el mismo sitio probablemente desde que el marcahoras fuera colgado por primera y única vez. 

La pared que está junto a la barra es diferente. Está llena de botellas de ginebra y whisky, especialmente Larios y DYC, que son las que más se venden. También hay algunas botellas de vino añejo y también barato, y alguna botella triste y desparejada de ron y alguna que otra de vodka. Lo que más llama la atención de esta bodega es que, más o menos en el centro, hay dos miniaturas de unos veleros que se abren paso tímidamente entre tanto botellerío. El más grande tiene escrito en su base <<Recuerdo de Benidorm>> y es de cuando Joaquín y Milagros se casaron y fueron juntos a ver el mar por primera vez. La leyenda del segundo dice sólo <<Torrevieja>> y es del viaje que hicieron por toda la Vega Baja del Segura en el año sesenta y nueve, cuando acababan de tener a su primer hijo. Que yo sepa ni Joaquín ni Milagros han debido de hacer más viajes en su vida, exceptuando en navidades y algunos veranos que van a su pueblo de Cáceres a ver a la familia; supongo que si los hubieran hecho la flota de veleros habría aumentado con ellos. 

A grandes rasgos esto es el Jomi: Un antro de mala muerte destartalado donde se juntan los de siempre a beber lo de siempre, que es regentado por un par de buenas personas que, ajadas por la difícil vida que les ha tocado sufrir, llevan la resignación escrita en sus rostros y en sus arrugas. Es un bareto a la española, sucio, viejo, renegrido, con los muebles desvencijados y con recuerdos de otra época colgados de las paredes y que gritan al mundo que todavía hay gente que, estando sus años mozos ya muy atrás, siguen aquí a pesar de los tiempos que corren. 

martes, 18 de noviembre de 2014

A la negra muerte

Una vez tuve un sueño. Me vi a mí mismo tumbado sobre un lecho de piedra y rodeado de flores marchitas que adornaban mi tumba y, junto a mí, un montón de gente con los rostros hundidos que lloraba y se consolaban los unos a los otros. Como todo fueron ensoñaciones de una mente enferma de temor no recuerdo con exactitud los detalles pero sí que tengo claro como una mañana de primavera que la atmósfera que rodeaba toda la escena era tremendamente lúgubre y sombría. Las plañideras rompían el silencio sepulcral con sus llantos y los hombres que presenciaban tan dantesco espectáculo abrazaban a sus mujeres, más destrozadas en su ánimo que sus maridos o, al menos, más expresivas que estos. El cielo era negro, pero no porque fuera de noche, sino porque no había sol ni luna, ni tampoco estrella alguna que tachonara el firmamento con alguna tímida luz que hiciera recordar a las personas que, una vez, hubo alegría en los cielos.

Yo caminaba al derredor de las sombras que lloraban mi pena e intentaba hablar con ellas pero nadie me oía ni se giraba para verme. Era yo un fantasma sin huesos ni carne y sin voz a la que poder escuchar en sus cuitas. Quería gritar que estaba bien, que todo el dolor había cesado y que no llorasen, que no llorasen más, que las penas habían pasado y que volvieran a sus casas, que no velaran un cuerpo inerte que ya en nada mío era; pues el cascarón que adorna la vida no es la existencia misma. De esta manera me encontré girando y girando de un lado al otro voceando palabras que salían de mis labios etéreos a un aire que parecía inquebrantable a mis ruegos. Cesé en la tarea que me había dispuesto. Rendido y agotado me senté en la lejanía de una roca que parecía firme y observé la escena desde la distancia. Allí seguían los pobres amigos que tristes lloraban mi cuerpo sólido y rígido rodeado de pompa y boato. Fue entonces cuando una fuerza me impulsó a abandonar mi puesto para alzarme sobre los pies fantasmagóricos que hacían las veces de piernas y echar a andar más allá de mi propio velatorio para contemplar qué rodeaba tan triste lugar. 

Tras el escollo que me había servido de butaca se extendía un bosque altísimo de pinos verdes y negros cuyas ramas crecían tan largas que no dejaban entrever por sus hojas el el cielo renegrido. Me aventuré entre sus troncos y pronto perdí para siempre el claro de aquella selva que habría de ser mi cripta por los siglos. A medida que seguía en mi empeño de cruzar aquella arboleda estéril mi corazón se aceleraba, la respiración sofocaba mi cuerpo vaporoso y sentía la necesidad inevitable de llegar a un sitio que sabía que debería encontrar detrás de toda aquella maleza. Los árboles, que al principio parecían tallos rectos y uniformes, habían dado paso a formas retorcidas de ramas que se arremolinaban las unas contra las otras y se entrelazaban en abrazos mortales que se aferraban a mi espíritu impidiendo mi paso y haciendo más sofocante el camino y la tarea que me había propuesto conseguir. 

De repente la paz. Fue justo cruzar la última rama que me cerraba el paso y se extendió frente a mí una explanada gloriosa rematada con un acantilado de alturas infinitas e igual de oscuras que el cielo negro que coronaba la escena. Frente a mí, colgada del firmamento, una diminuta luna brillaba solitaria frente a mis ojos. Era la primera luz que veía en aquella pesadilla, tan real para mis adentros en aquel momento, y llenó de alivio mi pecho, todavía sofocado por lo aparatoso de mi carrera. 

La pequeña luna brillaba en la oscuridad como una perla diminuta en lo profundo de un océano de tinieblas. Noté entonces, para mi sorpresa, que el minúsculo astro comenzó a brillar con más intensidad, al principio fue casi imperceptible por lo escaso en la muda de su naturaleza. Pero el fulgor se hizo cada vez más y más notorio cuando, a su derredor, las sombras se fueron tornando plateadas al principio y luego azules y algunas blancas. Aquello ya no era una luna triste y solitaria sino un pequeño sol que refulgía sobre la bóveda celeste repartiendo luz a todo el paisaje que presidía. Entonces la tierra que pisaba, antes negra y áspera, empezó a crujir de mil maneras y brotaron, al calor del nuevo sol, hierba fresca y vigorosa y plantas de muchas clases y colores cuajadas de flores miles y resplandecientes. El cielo relucía de un azul vibrante y los pájaros, hasta ahora ausentes de aquel horizonte, comenzaron sus cánticos a la luz de la mañana y del nuevo día. El sol centelleaba orgulloso y seguía creciendo y repartiendo más y más luz bajo todo su gobierno. Era tal el esplendor que la tierra y los árboles, y el cielo mismo también, comenzaron a tornarse en colores blancos y amarillos y comenzaron a irradiar ellos mismos también centelleos de todo tipo que rivalizaban con la estrella madre que tutelaba los cielos. 

Fue entonces cuando, sin previo anuncio, un viento cálido henchido de primaveras me lanzó por los aires hacía el origen primero de aquella claridad y me vi pronto rodeado, todo yo, de una luz infinita y eterna que lo ocupaba todo y que me abrazaba como una madre estrecha feliz a su hijo contra su pecho. De repente ya no había tinieblas, ni bosque oscuro, ni cielos negros, ni nada que se le pareciera. Todo era paz y alegría, luz ilimitada y absoluta que gobernaba todos los lugares y llegaba a todos los espacios antes ocultos a los ojos de los hombres. 

Terminó el sueño y con él las ensoñaciones. Sin embargo, aquello que se antoja como duermevela bien pudiera ser profecía y, a la vista de los hechos, tengo claro que si algún día llegare la negra muerte para arrancarme de los brazos de esta vida, no quiero que lloréis mi pena, no quiero que os arremolinéis tristes y cabizbajos junto a mi tumba; pues mi alma estará lejos de este fuego que es la vida, estará en un lugar que no alcanzan ni los cañones ni las espadas, estará en un lugar incólume donde podrá cantar y bailar al aire libre, estará en un lugar donde volará con dicha por aquellos cielos infinitos en donde sólo habrá luz y paz. Y seré feliz. 

viernes, 14 de noviembre de 2014

¡Ay de la vida!

El otro día terminamos, por casualidades del Destino, merendando en el Café Belén cerca de la Puerta del Sol. Éramos muchos y de variados géneros pero en realidad eso es algo que no tiene importancia en demasía porque, a pesar de lo dispar del panorama, había una cosa que era común a todos los comensales que allí nos habíamos reunido. Teniendo por únicos testigos los días pasados, los años que llevábamos juntos eran muchos más de los que se pueden contar con los dedos de las manos y eso hace que, entre otras cosas, los amigos sean amistades y no cosas de menor envergadura, aunque la tradición se empeñe en llamarlo todo con el mismo nombre y esto, querido lector, era algo que teníamos en común todos los allí presentes. 

Naturalmente las conversaciones que acontecieron aquella tarde no versaron ni de la costumbre ni de la Filosofía con las que tengo ya hastiada mi sesera pero que siempre retornan a mí como un mantra incognoscible que se repite una y otra vez en un ciclo interminable. Los quehaceres de mi gente son diversos, pero dentro de la diversidad de los mismos puedo asegurar que, sin ser tan nobles como los míos, son infinitamente más prácticos y útiles en lo que a la vida cotidiana se refiere pues, seamos sinceros, a nadie le interesa la Filosofía. No porque a ese nadie no deba interesarle, sino porque no la comprende y ello genera ofuscación en el ánimo y quebraderos de cabeza miles que terminan produciendo humores cálidos que se suben hasta las sienes y atormentan la quijotera. Sin embargo yo, en mi afán masoquista de torturarme con mis propios pensamientos, dejé volar la imaginación alimentada a partir de aquella situación tan amable en la que me vi felizmente envuelto y mi alma desapareció por entre las nubes de las muchas ideas que se mostraban a mi entendimiento como imágenes de una vida pasada y otra futura y, sobre todo, de una vida presente que se me hacía demasiado complicada de entender y de poner en orden. 

Y es que resulta, querido lector, que a pesar de todos los años vividos, las noches de cacería con otros calaveras hermanos míos, a pesar de todos los libros leídos y los títulos laureados, a pesar de todos los honores, a pesar de todas las penas y todas las alegrías que la vida me ha regalado durante todos estos años hay una cosa que veo cierta e imperturbable: La vejez apremia y mi sabiduría sigue siendo la misma. 

Entonces me recordé a mí mismo años atrás, cuando la vida no había ajado todavía la esperanza de la juventud y cuando el futuro era tan grande y fértil que en él cabía todo cuanto la imaginación pudiera hacer florecer en aquellas tierras ocultas y ricas que eran el día de mañana. Recuerdo que, con apenas quince años cumplidos, pensaba para mis adentros que cuando fuera mayor habría hecho esto y aquello, y lo habría hecho porque entonces tendría ya la capacidad de llevar a cabo tales maravillas. Esa capacidad, naturalmente yo no lo sabía en aquella tierna niñez, era la sabiduría misma, el conocimiento real y certero nacido de la experiencia. Sin embargo los años han pasado y la sabiduría adquirida, aunque me haya salvado en muchas ocasiones, no ha sido suficiente para salvarme de la vida misma…

Veo que la vejez llama a mi puerta y mi espíritu no está todavía preparado para poner ni un pie en su cripta. ¡Ay de la vida! ¡La cuna y la tumba! ¡Los pañales y la mortaja! Como decían los clásicos… ¡Pobre ingenuo de mí! Que sin querer he caído como todos los que me precedieron… Mías han sido la soberbia y la fe, idénticas ambas a las de aquellos que ahora crían malvas y que ya me advirtieron. Fracasados están ya toda ciencia y toda religión, refugios de los temerosos de la muerte que se aferran a ellas como un hijo a los brazos de su padre… ¿Dónde quedaron los tiempos soleados? ¿Dónde la fuerza y la gallardía de la juventud? ¿Sabéis porque los jóvenes no van a misa? Porque la muerte se les antoja muy lejana todavía… Pobre de mí, alma en pena soy esperando el tajo de la Parca que llama pronto a mi alcoba. Contados están ya los días para que todo aquello que nos vio nacer sea polvo y ceniza. Pues ¿qué es la vida sino una ilusión, un frenesí? Algo que pasa rápido y no deja más huella que el recuerdo y la nostalgia. ¡Grito y me rebelo! ¡Clamo al Cielo eterno y a las profundidades obscuras del Infierno! Y nadie responde… Nadie escucha mi llanto hecho súplica porque no hay mano amiga más allá de los días de la gloria y la carne. Me refugio en mis libros, testimonios de papel de la esperanza antaño depositada en la ciencia que de nada sirvió. Tampoco la fe lo hizo y ahora se amontonan en tropel en mi alcoba reuniendo a su derredor el hollín y el polvo que trae la vida. ¡Ay de la vida! ¡Grito y me rebelo! Y nadie contesta… 

De repente un golpe seco y certero. Una mano amiga lanzada desde los altos cielos golpea mi nuca y me arroja de nuevo al mundo de los vivos. ¡Despierta! me dicen. De nuevo estoy en la Tierra, de nuevo en el Café Belén. Hemos cambiado las pastas por vinos y cerveza. De repente los monstruos se disipan y, como un animal herido, me arremolino junto a los míos al abrigo de las copas y brindamos y bebemos sin pensar en el mañana. El calor de los amigos favorece un ánimo tranquilo y confiado. A grito de ¡Comamos y bebamos que mañana moriremos! se disipan todos los fantasmas menos uno; Horacio sigue entre nosotros. 

viernes, 7 de noviembre de 2014

Una temporada en el Infierno

Sin duda esta historia sorprenderá en principio al lector por lo peculiar del sitio donde tiene lugar. Sin embargo es necesario comprender que, aquello que para unos es pura fantasía, para otros es lo cotidiano de su día a día y constituye un hecho normal y habitual que no merece mayor boato o trato especial al ser narrado. Pero como sé que habrá gente a la que le resulte un tanto extraño prefiero advertir de ello para que no se lleven sus mentes a sorpresa desagradable y puedan, por el contrario, sacar ideas provechosas de esta historia que me sucedió el otro día. 

Algunos humanos tenemos la capacidad de cambiar de forma con la sola voluntad de ello, hay quienes también, viendo la necesidad o por puro capricho, consiguen desdoblar sus naturalezas, por lo común ligadas, y separar la carne del espíritu y viajar de esta forma por mundos diversos y más elevados que el nuestro, aunque no diferentes en el espacio, ya que el hecho de que estos universos se encuentren más allá de las dimensiones frecuentes no significa que no se desarrollen necesariamente fuera de las mismas. 

De esta guisa estaba yo el otro día, previa metamorfosis en hombre fantasma, caminando por uno de los muchos recovecos que tiene el Infierno cuando me encontré con uno de los muchos demonios que ya conozco. Este en cuestión se llama Escrutopo. No puede decirse que seamos amigos naturalmente, ya que, como buen demonio, carece de amistades y sólo busca su propio beneficio ya que, a pesar de las reformas del Alto Mando de ambos bandos que tuvieron lugar en el siglo pasado, un demonio es incapaz de comprender la amistad como correspondencia desinteresada. Sin embargo tenemos una buena relación que a este diablo le llega incluso a gustar debido a las precauciones que siempre tomo cuando me topo con él en el inframundo. El lector debe saber que, para moverse con seguridad en los infiernos, basta con no hacer ningún trato con los demonios y, en ningún caso, pronunciar la palabra “invoco”, ya que puede decirse que esta fórmula es algo así como encender una red wi-fi en el mundo espiritual y puede tener por seguro que los espíritus que acudirán a su encuentro no serán del agrado del convocante. 

Escrutopo es uno de esos demonios viejos, de los que como dice el dicho sabe más por los años que por su naturaleza. Posee un carácter que podríamos definir como tranquilo, para tratarse de un demonio claro. Tiene una forma de hablar bastante directa, cosa que agradezco sobremanera porque si hay algo que no puedo soportar son esos espíritus juguetones que disfrutan con el disfraz y el doble sentido de las palabras y que se caracterizan por esa conversación insulsa que sólo lleva a perder el tiempo sin conseguir obtener ninguna información despejada. Escrutopo es sibilino y tiene gustos refinados, es lo propio a sus años. Con la edad, no sólo humanos sino también espíritus puros, templan las pasiones y los instintos en favor de la razón práctica y el utilitarismo. 

De su aspecto no tiene mucho sentido que hable ya que es sólo una careta que se pone en cada ocasión según le conviene. En el caso de los híbridos, así es como nos designan los demonios a los humanos con cierto toque irónico pero con bastante mala leche también, cuando nos desprendemos del caparazón que es el cuerpo, mantenemos por costumbre el aspecto físico que tuvimos en vida, aunque éste adquiera una compostura  mucho más vaporosa y etérea. Sin embargo en el caso de los espíritus puros, como los demonios, el aspecto físico es una herramienta para mostrarse a su interlocutor que puede variar de facha según le convenga o lo guste más o menos. Cabe decir que nunca he visto a Escrutopo tomar por forma los clásicos modelos de los monstruos antropomórficos con cuernos y rabo a los que no nos tiene acostumbrados la literatura alemana y francesa y las artes plásticas de la Gran Bretaña. En realidad la mayoría de las veces toma como envoltura un cuerpo humano de aires galos, con el pelo repeinado con fijador todo él hacia atrás y un bigote finísimo coronando la comisura del labio superior de su boca. La indumentaria con la que se disfraza acostumbra a ser un esmoquin blanco que, para mi gusto, está bastante desfasado y resulta un tanto hortera a los sentidos.

De esta forma comenzamos a charlar de las cosas típicas que hablan los demonios con los humanos. Algo de moralina camuflada como ética, un poco de teología y metafísica, algo de estética y, sobre todo, ya que es un tema sobre el que les encanta a diablos discutir e intentar inducir a error a los humanos, la Verdad. Anduvimos deliberando razonada pero acaloradamente de estas filosofías al más puro estilo peripatético cuando llegamos a un claro en un bosque de árboles muertos que daba salida a las orillas de un río de sangre hirviendo cuando escuchamos mucho ruido cerca de este y, saliendo de nuestros ensimismamientos ontológicos, nos dirigimos veloces pero sin perder la compostura, pues vanidosos ambos lo somos un rato, a echar un ojo para ver cuál era la causa de tanto alboroto. 

Nos acercamos al tumulto de almas en pena y monstruos varios que había y preguntamos al que estaba más cerca qué ocurría. Nos contó que, por lo visto, una especie de dragón alado se había quedado atrapado en una torre cercana al río de sangre y que un grupo de demonios jóvenes de la que denominó como “brigada de seguridad y control” estaban intentando sacarlo. El resto parecían ser sólo curiosos que se habían arremolinado a su derredor a cotillear la escena. 

Resulta que la torre no era una torre sino un pozo. Por lo que yo tenía entendido en mi cabeza hasta entonces, los pozos debían ser agujeros excavados en la tierra en torno al cual se solían levantar pequeños muros circulares con el objetivo de evitar que algún desafortunado pudiera caer en su interior. Sin embargo los muros de este pozo alcanzarían la altura de un edificio de cuatro pisos en la Tierra, razón por la cual tenía terrazas adosadas que, en realidad, no eran terrazas como a mí me había parecido en un principio, sino escalones a través los cuales se trepaba para llegar hasta la boca del mismo. Me propuse concienzudamente ordenar todas estas ideas en mi cabeza y tener una mente abierta ya que, al fin y al cabo, estaba en el Infierno y, como es lógico, aquí las cosas son algo diferentes que en el mundo sensible. Sin embargo no pude borrar de mi noble sesera que aquella muralla de más de veinte metros de altura alrededor de un agujero constituía un ornamento del todo exagerado para un agujero tan pequeño en comparación con su custodio y que todo aquel circo resultaba desmesurado para sacar alguna criatura desconocida de sus entrañas, puede que sea por prejuicio, pero no consigo entiender como nadie puede construir un muro tan exagerado para un pozo tan pequeño. 

No había terminado de acomodar los pozos y los monstruos en mi cabeza cuando de pronto oímos un grito proveniente de lo alto de la torre y, cuando levanté la vista, pude ver como el diablillo de la brigada de seguridad que se había encaramado a lo alto de aquella atalaya estaba cayendo al vacío desde el escalón más alto de todos mientras sus compañeros presenciaban horrorizados como un bicho alado salía volando por las fauces del pozo y echaba a volar por encima de las cabezas de todos los que allí estábamos presenciando el espectáculo. Nada más ver al supuesto monstruo me di cuenta de que no lo era como tal. El animalito en cuestión era un dinosaurio al que los paleontólogos terrestres llaman pterodáctilo. En resumen, un dinosaurio con alas, un pico enorme, una cabeza afilada y que gracias a sus alas puede volar.

El bichejo pegaba unos gritos agudos insoportables, así que la multitud que antes se había arremolinado alrededor del pozo ahora corría despavorida en todas las direcciones y gritando horrores contra el pajarito que, aunque chillaba como un descosido, lo único que hacía era volar en círculos sobre el agujero que le había servido de escondite hasta que los tipos de la brigada infernal le habían despertado y obligado a salir de su letargo.

Antes de seguir con la historia debo recordar que estábamos en el Infierno y, como es lógico, en estos lares la gente ya está muerta. En otras palabras que ya no puede morir. A los visitantes que venimos de fuera, ya sea de la Tierra o de cualquier otro planeta de vivos, nos sorprende siempre ver como los habitantes de aquí reaccionan ante las catástrofes como si les fuera la vida en ello, porque aparentemente no tendrían nada de qué temer puesto que ya están muertos. Sin embargo, cuando uno muere y termina en el Infierno, puede seguir sintiendo dolor y placer. No puede morir, como es lógico, pero sí sentir y sufrir. Es por esto que a pesar de su situación los espíritus liberados que terminan en estas regiones siguen reaccionando de una forma muy terrenal ante tales situaciones ya que, en el Infierno, el conocimiento certero del propio estado suele ser la excepción y eso lleva a situaciones absurdas e irracionales muy a menudo. 

Reconozco que si yo me encontrara un pterodáctilo volando por los alrededores de mi casa en la Tierra me escondería en un lugar donde estuviera seguro de que no va a poder encontrarme y esperaría a que las autoridades pertinentes se hicieran con la situación, y con el bicho, antes de volver a salir de mi escondite. Pero en el Infierno en donde, tanto a la gente que vive aquí como a los visitantes que venimos a pasar algunas temporadas para desahogarnos un poco del mundo de los vivos, lo peor que nos puede ocurrir es sentir un dolor pasajero que sabes que no va a tener mayor repercusión ni mucha duración.

Mientras la gente corría de un lado a otro sin saber muy bien adónde ir la brigada de seguridad se había replegado para capturar al pajarraco que seguía volando sobre nuestras cabezas sin tener tampoco éste muy claro el rumbo que iba a tomar en su huída. En diablillo que se había despeñado desde lo alto del pozo ya estaba en pie de nuevo como buen marinero y dirigía con voz ronca pero firme a sus compañeros para que hicieran volar una especie de poleas por el aire para atrapar al pobre animal que, ante semejante caos, parecía haber entrado en éxtasis como Santa Teresa. 

Finalmente los demonios de la brigada consiguieron hacerse con el triste monstruo y lo encerraron en una especie de caja metálica rectangular que tenía adosada dos ejes con cuatro ruedas en su parte inferior y que servía para que rodara con facilidad sin tener que hacer demasiada fuerza al transportarla. Algunos de los curiosos que se habían refugiado entre los arbustos de los alrededores salieron a felicitar a la brigada por su trabajo en lo que a control de plagas se refiere. De esta forma, entre vítores y aplausos, los diablos de la brigada se llevaron el cajón con el animal dentro siguiendo la orilla del río hasta que, como punto y final de semejante circo, los demonios giraron en una curva a la linde del río y desaparecieron para siempre. 

Escrutopo y yo comentamos ligeramente lo sucedido como dos amigos que parlotean de las anécdotas de lo cotidiano con normalidad. Noté que quería seguir con nuestros dilemas metafísicos pero se había hecho ya demasiado tarde para mí y no pude hacer otra cosa que despedirme y regresar al mundo sensible. Le prometí a mi buen oyente visitarle más a menudo para poder proseguir con nuestras charlas filosóficas confiando en que, la próxima vez, los asuntos cotidianos del Infierno no nos distrajeran de tan noble tarea y pudiéramos ejecutarla sin interrupciones de este tipo. 

martes, 4 de noviembre de 2014

Café como Dios manda

Estaba yo el otro día caminando por las calles de Madrid cuando vi a lo lejos una figura que me resultó familiar por la forma de sus andares. Azoré un poco la vista y pude comprobar que se trataba nada más y nada menos que de mi buen amigo Don Periquito. Don Periquito es un sujeto digno de descripción detallada, sin embargo, como no es él el protagonista de esta historia obviaré los detalles referidos a su persona que me reservaré para exponer al gran público en otra ocasión. El tema que ahora nos apremia no es mi buen amigo sino su madre, que es, igual que el hijo, una persona también digna de ser estudiada detenida e intensamente. 

Don Periquito me explicó que había tenido que salir de casa de inmediato debido a uno de los muchos antojos que tiene su madre y que, sin él querer, le había obligado a recorrerse todos los comercios de la capital en busca de un “café como Dios manda”, pues resulta, esto también me lo explicó, que el que los asistentes de su madre habían comprado en el mercado no era del agrado de la señora. Después de esto nos despedimos velozmente y mi buen amigo desapareció calle abajo y yo continué con mi caminar calle arriba embotellado en nuevos pensamientos que habían venido a mi cabeza a raíz de tan feliz encuentro.

La madre de mi amigo es una mujer peculiar. Una gran devota y una mujer piadosa. Siempre está sacando la puntilla a todas las cosas que se suceden a su derredor pues, fijaos qué maravilla, tiene la gran virtud de hacer las cosas mejor que nadie, incluso también aquellas de las que no tiene conocimiento alguno y en las que es una completa neófita tiene su opinión más peso que la de cualquier otro ser humano sobre la faz de la Tierra. Ella se tiene a sí misma como una gran santa, Santa Periquita la podemos llamar. Naturalmente la madre de mi amigo no se llama como el susodicho, pero siempre me ha parecido un nombre tan sonoro y cómico que puede ser aplicado con éxito a cualquier buen apodo. 

Santa Periquita va a misa todos los domingos, como Dios manda, y además tiene como gran virtud, de la que siempre presume e informa a sus interlocutores en todas las conversaciones que mantiene aunque ninguno de estos le pregunte al respecto, su gran templanza con todos los vicios, que, como ella dice, son la manifestación directa del Demonio en nuestras vidas. Sin embargo la santa no lo es tanto como ella se cree. Esto lo  digo porque la conozco lo suficiente y porque mi buen amigo me ha contado sus cuitas con pelos y señales. 

Sí que debo reconocer que de todos los vicios censurables hay uno del que carece por completo y que es la lujuria. Santa Periquita es de esas mujeres que no ha sido virgen de por vida porque quería tener hijos pero que, si hubiera podido, se hubiera reproducido felizmente por esporas o por mitosis humana. Su pobre marido sólo debió conseguir abrazarla entre las sábanas las dos veces que necesitó para quedar encinta de mi buen amigo y de su hermana pequeña. 

Sin embargo este vicio es en Santa Periquita una excepción porque, del resto, se puede decir sencillamente que los tiene todos aunque ella crea que no. La soberbia es el pecado que con mayor facilidad se reconoce en esta mujer, pues está tan segura de su superioridad moral respecto del resto de los mortales que parece que hubiera sido, toda ella, obra misma del Espíritu Santo por lo inmaculado que en todo su obrar en estima se tiene. 

De la envidia podría narrar muchas anécdotas pero me quedaré con aquella que me contó su hijo en una ocasión y que me parece la más ilustrativa. Resulta que Santa Periquita tenía una amiga íntima de toda la vida, creo que se llamaba Pepita, aunque ahora mismo la verdad es que el nombre de la buena señora es algo irrelevante. Pepita era fea. Pero no de esa fealdad que cuando te preguntan al respecto hablas de su enorme simpatía; no, era fea fea. Tenía una nariz aguileña que llegaba a todos los sitios antes que su dueña, la barbilla chupada hacia dentro de la cara de tal forma que, al mirarla, no sabías si había hueso debajo o sólo pellejo y unos ojos tristes como los de alma que lleva el Diablo. Sin embargo Pepita tenía dinero y, llegada a cierta edad, pasó por el taller para que le hiciesen el clásico arreglo de chapa y pintura que suelen llamar. Doy fe de que eso sí que fue un verdadero milagro y no lo acontecido en Lourdes, pues la fea fea pasó a tener una nariz fina y respingona, a tener mandíbula donde antes nunca la había habido y a tener unos pómulos sonrojados y carnosos que tapaban aquella calavera que hasta entonces había tenido por cara. Sus ojos tristes se alegraron en cuanto le llovieron los pretendientes y se casó con un buen hombre que, además de quererla de verdad, le hizo feliz. Sencillamente, Santa Periquita cortó amistad con Pepita la fea fea en cuando fue guapa guapa, pues nunca le había gustado que sus amigas le hicieran sombra. 

Además de orgullosa y envidiosa tiene también el don de la ira, pues de genio anda sobrada y, como siempre tiene razón, todo el mundo debe soportar sus ataques iracundos y sus gritos clamando al Cielo. Tiene por costumbre colgar el teléfono a sus amistades cuando estas le dicen algo que no le convence y pobres de ellas como no vuelvan a llamar de inmediato a disculparse. De hecho, dicen las malas lenguas, que el botón de rellamada se inventó sólo para que estas pobres almas cándidas que tienen que soportar sus enfados y vituperios tuvieran alguna posibilidad de salir airosas de tales enfrentamientos. 

De todos los vicios que cree no tener Santa Periquita la pereza es uno de los mayores, pues no es capaz de dar dos pasos seguidos sin suspirar y quejarse de lo muy cansada que está. Achaca a la edad parte de sus males pero también a la vida azarosa que Dios le ha hecho padecer y que, aunque ella dice aceptar con resignación, en realidad es sólo un argumento más para ser el centro de atención y una mártir a los ojos de la sociedad. 

Quizás la avaricia sea de los pecados que menos padece, pero, todo hay que decirlo, tiene un marido rico y no ha trabajado nunca. Mi buen amigo tiene la suerte de pertenecer a una familia adinerada y su madre siempre ha tenido todo lo que quería, incluso más, pues el hombre de la casa siempre la ha tratado como a una reina y ella ha disfrutado de todas las atenciones y lujos incluso antes de que pudiera pensar que le gustaría tenerlos. 

Finalmente, junto con la pereza, la gula es uno de los peores vicios que podemos encontrar en Santa Periquita. Es curioso analizar la manera en la que este pecado toma forma en esta mujer pues no es una gula al uso. Resulta que si observamos ordenadamente la cantidad de cosas que come esta señora nos sorprenderá que siempre son raciones escasas en cantidad. Son comidas frugales en apariencia que nunca superan el medio plato. Sin embargo, y es aquí donde viene el problema, Santa Periquita disfruta sobremanera y presume de lo poco que come pero no de lo bien que come. Y es que, querido lector, Santa Periquita come poco pero es tan exigente con la calidad de los platos que es maleducada con todo aquel que la rodea en la mesa. En los restaurantes le encanta gritar espantada al camarero cuando este le trae el plato y le pide que lo retire y que, si hace el favor, se lo traiga con “la mitad de eso” como mucho; pues, es tan santa que no puede ni siquiera ver el plato copioso sin que sienta una gran tristeza en su alma aunque no se lo vaya a comer, ella necesita el plato con poca comida. Pero la mitad de eso, suelen ser, bocados exquisitos que cuestan un ojo de la cara y que, siempre y sin excepción, nunca son del agrado completo de la señora. 

Es la gula uno de los vicios de los que más peca Santa Periquita sin saberlo. Pues no come mucho pero exige comer bien que, para el caso, es una forma de gula más sibilina pero igualmente mortal. Ningún menú es del gusto de su paladar, siempre suele recurrir a los chascarrillos de su época en la que, según cuenta, sí que se conseguía comida de verdad. En realidad, no se da cuenta de que, a sus años, su sentido del gusto ya no es el mismo que cuando era joven, ni de que después de tanta vida  comiendo es difícil encontrar sabores desconocidos que consigan sorprender su paladar, del mismo modo que no se da cuenta de que el “café como Dios manda” que manda buscar a su hijo no lo va a encontrar, porque no hay café en el mundo que sacie los deseos pretenciosos de una mujer así. 

Es, Santa Periquita, una de esas mujeres que van de santas por la vida, que van de mártires allá donde pisan, que disfruta de dar órdenes y clases de moralidad a todo el mundo y que se considera el mejor ejemplo a seguir. Lo peor de todo, es que no se da cuenta de su extremo carácter pecaminoso. Se cree santa sólo porque cumple con los mandamientos literalmente, pero no se percata de lo incongruente de su actitud. Es de ese tipo de mujeres con voz de pito que martillea la cabeza de cuantos tiene a su derredor y que siempre es la primera en ver la paja en el ojo ajeno pero que se cuida mucho de que nadie vea la viga. Entretanto, presume de su santidad y va a misa con la cabeza bien alta y, cuando sale, se reúne con sus amigas a despellejar a Fulano y Mengano y a deshacerse en elogios y odas consigo misma.