lunes, 27 de octubre de 2014

Pies para qué os quiero (Parte segunda)

Así se sucedieron los acontecimientos de tal manera que, tras abrirme paso a codazos entre alguna gente y oyendo todavía de fondo en la lejanía la censura a voces de aquella rata malnacida de la que por fin me había escabullido, llegué al humilde asiento que había divisado y me hice hueco, con sumo cuidado, pues todo el autobús estaba todavía mirándome, a la vieja y a mí, y no quería, ni mucho menos, continuar siendo el centro de atención de ese circo y por ello todos mis movimientos estaban debidamente calculados para no caer en una nueva hecatombe. 

Sin embargo mi tranquilidad duró menos que flor de un día porque vinieron pesares nuevos en mi busca, esta vez por partida triple. Resulta, querido lector, que estaba yo sentado en uno de esos asientos que están dispuestos en grupos de cuatro y divididos en parejas enfrentadas entre sí, quedando dos de ellos en dirección al frente del autobús y dos más en sentido inverso a la conducción. La suerte había estado de mi lado y justo había logrado conseguir uno de los que queda mirando al frente, cosa que, he de reconocer, me sorprendió sobremanera ya que, lo habitual, es que sean estos los que se ocupen más pronto y no los contrarios. 

Tenía frente a mí a una señora mayor, de una edad y apaños similares a la fiera que había abandonado minutos antes; junto a ella había una chica joven, de unos quince años y vestida toda de negro y con el pelo en plata por del agua oxigenada que había utilizado para decolorarlo y que escuchaba una música infernal que brotaba de unos cascos amarrados a sus orejas y que más que auriculares parecían altavoces y gracias a los cuales todos los viajeros disfrutábamos de aquellos versos satánicos expresados, al menos en teoría, en un intento de inglés que, en verdad, a causa de los graves y los sonidos guturales con los que era masticada la lengua de Shakespeare, parecía más la matanza del cerdo en alguna localidad de Extremadura que música para los oídos; el último de los monstruos que me acompañaba en esta nueva aventura era un señor gordo, ataviado con una americana de pana en cuadros azul y verde y con un sombrero a juego que sudaba a borbotones a causa del calor y que era mi acompañante en el asiento derecho. Con los tres tuve penitencia. La muchacha de luto se dedicó a martillear mis oídos, y los de todo el autocar, con su música del inframundo hasta que, por motivos que ahora relataré, la perdí de vista cuando echó a volar entre el gentío. Con mis otros dos vecinos el encuentro fue todavía peor. 

Pronto descubrí el porqué de que mi asiento estuviera libre siendo este uno de los que están dirigidos al frente, y es que resulta, querido lector, que la colosal ballena que tenía repantingada a mi derecha armada con su americana de pana y sudando ríos de suplicio desprendía un olor tan apestoso que ni cien huevos podridos sobre mil cadáveres en descomposición hubieran conseguido oler peor que mi acompañante. Y, para colmo de males, apenas tuve tiempo de percatarme de tan apestoso hedor cuando la mujer que tenía sentada enfrente decidió entablar conversación conmigo como si fuera yo amigo suyo de toda la vida. 

De tal manera que estábamos los cuatro sentados y representado una pantomima que, desde fuera, puede resultar cómica al lector, pero que, desde dentro, era un suplicio que no deseo a nadie. Yo había tenido que taparme la nariz con la mano para contener las náuseas que preceden a la basca; con tal suerte que la señora que tenía enfrente y que no paraba de hablar reparó en este hecho y decidió, por su cuenta y riesgo, que no tenía yo interés en el soliloquio, que ella creía diálogo, estaba recitando y que el hecho de taparme la cara con la mano era una muestra de mi aburrimiento y cambió sus cuitas, que hasta el momento habían versado sobre un nieto suyo que había empezado a jugar en no se qué equipo de fútbol de no se qué localidad en el que había conseguido una plaza porque su hija conocía a un tal Fulano que era muy amigo de Mengano y que era, al parecer, el que cortaba el bacalao en el dichoso pueblo del maldito equipo, por falsas disculpas y apretones en mi rodilla izquierda a modo de acercamiento cariñoso con una persona a la que no había visto en la vida. 

No pude ya, qué otra cosa podía hacer, tener que contestar a aquella anciana y mentir  amistosamente diciendo que no se preocupara, que no sucedía nada. Pero justo cuando la vieja iba a volver a sus chismes sentí que la cabeza me daba vueltas a causa de la música demoníaca que me llegaba desde los auriculares de la diablesa de negro y que el estómago giraba sobre sí en un acto suicida y desesperado a causa de las náuseas que me producía la pestilencia que tenía por acompañante y sucedió, os juro que fue así, que mis entrañas empezaron a revolverse de tal manera sobre sí mismas que eché de mis adentros la poca bilis que tenía en el estómago manchando los zapatos de la señora parlanchina y parte de la americana de pana del monstruo de la peste que me había llevado con su hedor a tal entuerto. Cabe decir, en favor de la pobre anciana, que rápidamente me ofreció pañuelos desechables y rechazó mis disculpas alegando que no se merecían y mostrando un gran interés por si mi salud y enfermedad. Fue divertido ver como la pobre diabla se arrinconó primero lo más que pudo contra su asiento para, sin decir palabra alguna, saltar luego por encima de la papilla y de mí mismo, que estaba todavía baldado sobre mis costillas y limpiando mi boca y manos, que también habían sido condecoradas, para desaparecer entre la multitud del principio del autobús. 

Esto fue ya demasiado para mi persona y opté por bajarme velozmente en la siguiente parada en la que hizo descanso. Según salí di una gran bocanada de aire, que no es que fuera limpio ni sano, pues en medio de la siempre jubilosa Gran Vía madrileña lo último que se puede conseguir es un atisbo mínimo de salud, pero el hecho de haber escapado de aquella máquina del infierno supuso para mí tal reposo en mi ánimo que me sentía pletórico de volver a tener mis pies sobre suelo firme. Cuando conseguí volver a tener la cabeza sobre los hombros me metí en el primer restaurante que vi y me dirigí rápido a los servicios para terminar de limpiar el estropicio que la falta de higiene de aquel señor, que ni es señor ni es nada porque la gente que no se ducha debería arder en un cadalso en medio de una plaza pública para bien de la sociedad, había causado y, cuando fui persona de nuevo, salí con la cabeza alta y anduve en dirección al lugar pactado para aquella cita triste que tantos quebraderos de cabeza me había traído. 

Sobra decir que llegué tarde a la reunión y que todas mis queridas amistades notaron que mi semblante no era el feliz y habitualmente dicharachero al que están acostumbradas. Poco a poco fui recuperando los humores que había perdido, sin embargo, desde aquel día, no he vuelto a coger una de esas máquinas del demonio que llaman autobuses. Desde aquella cita triste voy caminando a todos los lugares, pues prefiero que se cansen mis piernas que mi alma; que a mí ya no me engañan con anuncios ni con arengas, que los autobuses los carga el diablo y si Dios nos dio pies para correr de aquí a allá y saltar como gacelillas venturosas por entre las calles no seré yo el que actúe contra natura ni contra los designios del Señor.

viernes, 24 de octubre de 2014

Pies para qué os quiero (Parte primera)

De las muchas alegrías que tiene el ser rico una de ellas es no tener que compartir espacio con otros seres humanos en los desplazamientos que, por fuerza, todo hombre tiene que hacer en su día a día, ya sean por ocio o negocio. Desde luego no constituye plato de buen gusto para nadie tener que viajar en metro o autobús respirando el mismo aire asfixiante que el prójimo acaba de exhalar desde lo más profundo de sus pulmones y que vuelve a los nuestros como si de oxígeno se tratara y no los vahos almidonados de gérmenes de toda clase que en realidad constituye.

En mi terrible desgracia, he de decir que, no nací pobre pero tampoco rico, y de esta guisa sucedió que el martes pasado tuve que valerme de uno de esos camiones alargamos y ruidosos destinado al transporte de ganado que el buen papá Estado dispone para uso, que no disfrute, de los ciudadanos responsables arengándolos, para motivarlos en dicho uso, con llamadas a la ecología y al responsable civismo ciudadano y otras mentiras similares destinadas a moldear las mentes del pueblo mientras las élites políticas se desplazan en coches oficiales.

El trayecto no debía ser largo en sí mismo, pero cuando los segundos parecen minutos y los minutos se hacen horas, un trayecto de unas cuantas manzanas en esta máquina del infierno se vuelve, créeme querido lector, en un suplicio difícil de soportar. Salí de casa con tiempo suficiente ya que, como soy prevenido en estos temas, temí que mi hazaña estuviera llena de imprevistos que superar y preferí andarme con los minutos en los bolsillos en lugar de tentar al Hado y a su suerte caprichosa que tantas veces ha jugado ya en mi contra.

Llegué a la parada que queda más cercana de mi casa y he aquí que mi sorpresa fue enorme cuando, llegado frente a la cristalera, vi un cartel impreso con caracteres de novela gráfica y coronado con el escudo de mi querida ciudad en la esquina superior derecha del papel que informaba de que, por motivos de mantenimiento, esta parada estaría fuera de servicio temporalmente y de que aquellos pasajeros que quisieran hacer uso del autobús debían desplazarse por su cuenta y riesgo a la siguiente en el recorrido del trayecto establecido si querían disfrutar de las delicias que brinda el transporte púbico que tan generosamente nuestros alcaldes disponen. 

Esto no suponía, en principio, un gran contratiempo en mis planes ya que, como he explicado anteriormente, al ser un hombre precavido había salido de casa con tiempo de reserva para que este tipo de imprevistos no supusieran ningún problema de notable importancia que pudieran desbaratar mis planes de ir al centro para acudir a la cita pactada. Así que me armé con el mejor de mis optimismo y anduve diez minutos calle abajo sorteando viandantes, coches que no respetaban los pasos para peatones, carritos cargados con el futuro de nuestra sociedad entre sus sábanas y mantitas y también a un par de mendigos que se habían hecho fuertes en sendas esquinas que estaban en las dos últimas bocacalles que tuve que atravesar antes de llegar a la parada indicada en el dichoso cartelito que el Ayuntamiento había dispuesto con un poco de celofán barato sobre la cristalera.

Obviaré el hecho de que en este nuevo punto de encuentro hordas de gente ansiosa se amontonaba las unas contra las otras en el escaso espacio sombreado y a buen resguardo del sol de justicia que llovía como azufre desde el cielo porque, feliz de mí, justo cuando giré el último chaflán que se interponía para alcanzar mi destino, el bendito autobús apareció en la lejanía entre los demás coches y motos que se peleaban por adelantarse los unos a los otros en su corretear como si de una carrera de hipódromo se tratase y el que primero pasara fuera a obtener, no sólo la victoria, sino además el respeto y la envidia de sus contrincantes en aquella contienda en la que la testosterona de los conductores enmohecía la atmósfera y no dejaba ver a través suyo al mezclarse con los humos de los tubos de escape y el sonido de los cláxones aquí y allá.

Creí feliz, ingenuo de mí, que ahora podría descansar tranquilo, pero heme de repente vapuleado y vitupereado por una criatura indigna cuyo rostro, ajado por la edad y la viruela, se abalanzó sobre mi serenidad como la víbora se lanza sobre el pobre ratoncillo de campo que no la ve venir y que, cuando la ha visto, ya nada puede hacer por escapar de tal bicho. Y es que resulta, querido lector, que iba yo tan concentrado a la carrera para no perder el autobús que me subí en él sin percatarme de que una anciana decrépita y malhumorada todavía reptaba desde el asiento de la parada a las puertas que dan entrada a tan noble transporte y, en el tiempo en el que ella se levantaba de su silla, llegaba al pórtico que da paso, hacía mil peripecias para subir los cuarenta centímetros que separan el suelo de la acera, paga su billete y frunce el ceño en un acto que más parece propio de los gorrinos que huelen a mierda todo el día que de seres civilizados, a mí me había dado tiempo a ver el autobús desde la lejanía, cruzar la esquina hasta llegar a la parada, esperar a que los demás pasajeros tomaran correcto asiento, pagar mi billete y elegir mi propio hueco entre la muchedumbre sin reparar siquiera en que aquel monstruo de la naturaleza había iniciado su caminata para subir al autocar. 

Pero, créeme de verdad cuando te digo, que aquella fierecilla indómita que no debía alcanzar ni el metro y medio de altura sacó fuerza, Dios sabe de dónde, para apoltronarse frente a mí y empezar a insultarme como si hubiera cometido la peor de las afrentas contra su diminuta persona por subir al cochecillo antes que ella habiendo llegado yo el último a la carrera y habiendo estado ella esperando cristiana y pacientemente mucho tiempo antes que mi repentina aparición. 

Cuando conseguí ordenar mis pensamientos, y comprender lo sucedido, me apresuré, como es natural, porque, aunque joven, pese a que existan en este mundo criaturas tan repelentes como aquella ardilla de pelo cano y ceño fruncido, soy un caballero de unos modales exquisitos que regala educación incluso con quien no la merece, a disculparme por tan desafortunado entuerto y traté, en balde, de hacerle comprender a aquella rata que menos cola tenía todo lo que el es propio a dicho animal, bigotes incluidos, que con las prisas no había alcanzado a verla en su perezoso caminar y que por ello había subido al autobús sin mayor dilación no fuera que, sin yo querer, arrancase dejándome en tierra con mi soledad y mis prisas como únicas compañeras en la espera.

Sin embargo mi discurso no pudo hacer más que enfurecer aún más a la vieja que ahora espetaba a los demás pasajeros con la intención de hacerlos acólitos a su cruzada y que miraban desinteresados a otro lado fingiendo no oírla. Ante lo inútil de mis esfuerzos opté por abandonar a la pobre diablesa con sus cuitas en la parte delantera y me animé, ingenuo de mí pues fue salir de mal para meterme en peor, a aventurarme derecho a uno de los asientos traseros que todavía quedaban libres en la parte más profunda de aquella máquina que, por el momento, sólo me había dado disgustos. 

lunes, 20 de octubre de 2014

La loca del barrio

Hay en mi barrio una señora que llama la atención allá a donde vaya. Su nombre no lo sé  con seguridad pero todo el mundo la conoce como Herminia. Se trata de una mujer que rondará los sesenta y muchos, es pequeñita y algo regordeta, tiene el pelo entre negro y cano y la nariz tan chata que es casi diminuta para la cara que tiene. Sus ojos no son tampoco gran cosa, ligeramente almendrados por los extremos, oscuros y siempre tristes. Su piel es morena a causa del sol y sus manos pequeñas y sucias. Es una mujer que en vez de vestirse se abriga, y es que, querido lector, en el noble arte de la vestimenta no es lo mismo vestirse que ponerse ropa encima. El ajuar de Herminia siempre le queda grande, sus colores preferidos para taparse son el negro y el beige, aunque también se la puede ver ataviada con ropajes en tonos ocres y, en verano, incluso con algún pastel o   de la gama de los rosados. Esto es así porque prefiere pasar inadvertida, aunque casi nunca lo consigue. Es cierto que su indumentaria no es, en sí, llamativa, pero siempre le queda grande. Da igual que sean unos pantalones o un jersey o una blusa, incluso cuando se cubre con la gabardina que lleva todos los inviernos llueva o nieve o haga sol y que a todos los sitios le acompaña, todo le viene grande. 

Amigas lo que se dice amigas no tiene muchas. En todas las tiendas la conocen y en todas habla con el dependiente de turno pues tiene por costumbre contar sus penas y penurias varias veces al día a cada pobre diablo con el que se cruza en su deambular de aquí para allá. No es especialmente querida por los vecinos que la conocen, aunque tampoco es odiaba, simplemente es la señora Herminia y, cuando empieza con sus cosas, la gente suele escuchar en silencio las historias que cuenta durante un rato y, cuando ya se ha marchado, suspiran mirando al cielo y piensan para sus adentros pobre señora. Todo el mundo en el barrio la conoce aunque sólo sea de vista y saben, más o menos, su triste historia; ya sea escuchada de su propia boca o por oídas de boca de otros a los que sí que se la ha contado tan célebre personaje. 

Herminia vive sola con su perro Popi. Cuando era joven se casó con un hombre que fue su marido durante muchos años pero que, en verdad, en el barrio nadie recuerda y nadie llegó a conocer. Se rumorea que fue militar y que murió siendo casi un zagal, por lo que, es de suponer, que se casarían en edad muy temprana porque, de eso sí que estamos seguros, el marido era de la misma quinta que su esposa. De qué murió o cómo nadie lo sabe y, quien dice saberlo, miente. Supongo que lo normal, en caso de tener interés de verdad en conocer la historia del buen señor, sería preguntarle a la viuda, sin embargo nadie en el barrio se ha aventurado a hacerlo porque, como es lógico, si Herminia tiene ya la costumbre de hablar por los codos con todo el mundo sin que nadie le pregunte, a saber qué no haría si a algún insensato se le ocurriera indagar un poco más en su vida y su pasado con preguntas concretas que dieran pie a la pobre mujer a lubricar la sinhueso para deleitar al auditorio con tan ilustre discurso. 

Lo que sí que saben todos es que nunca ha tenido trabajo alguno. Parece ser que, a la muerte del marido, la casa en la que vivía y que todavía hoy sigue siendo su única morada estaba ya pagada y, a partir del trágico suceso, cuentan que empezó a recibir una pensión del Estado con la vive y ha vivido durante todos estos años. Su única compañía fiel es su pobre perro Popi que aguanta impasible todas las tracas a las que es sometido el pobre animalillo pues, por increíble que pueda parecer al lector, Herminia habla continuamente con su mascota como si de otro ser humano se tratase y no sólo le cuenta los pesares que le atormentan la cabeza sino que, además, le pregunta y le pide opinión sobre muchas y diversas cosas a las que, la pobre fiera, no responde, como es natural, aunque este hecho no consigue minar la tozudez de su dueña que insiste en sus cuitas con entusiasmo y, al no obtener respuesta verbal, interpreta los gestos del animal según sus propios intereses y construye conclusiones a las preguntas que ella misma ha formulado pero que pone en boca del chucho que permanece indiferente al circo que es representado a costa suya. 

En una ocasión tuve yo mismo la oportunidad de presenciar un episodio de semejante espectáculo cuando caminaba por una de las calles cercanas a mi casa. Paseaba yo absorto en mis pensamientos, como es en mí costumbre, cuando vi a lo lejos a la buena de Herminia que de lo cerca que estaba del cristal del escaparate de la tienda que escudriñaba parecía más bien que lo estuviera olisqueando en vez de mirarlo. Era octubre y, como de costumbre, iba ataviada con su sempiterna gabardina gris que cubría todo su rechoncho cuerpecito y que sólo dejaba asomar por entre los cuellos del abrigo una cabeza gris y blanca de pelos despeinados y mal lavados; junto a ella, como no podía ser de otra forma, el pequeño caniche esperaba junto a su ama esposado por una correa de cuero negro que más que ceñidor para perros parecía el cordón umbilical que une a madre e hijo y que a estas tanto les cuesta cortar en la vida. Cuando llegué a la altura de la tienda donde estaba la señora no me detuve a contemplar la escena por miedo a que se pudiera convertir en una función privada y me apresuré a acelerar el paso hasta llegar a terreno seguro lejos de tan triste dama. Sin embargo, en el momento justo en el que iba a rebasarla escuché cómo le hablaba al perro y le preguntaba qué le parecían esas botas negras tan bonitas que estaban detrás de la vidriera y como, sabrá Dios el porqué, enseguida cambió de tema y le dijo al pobre animalito, que nada había soltado por su boca como estoy seguro de que el lector ya habrá imaginado, que no tenía ni idea de moda y que aunque a él no le gustaran las iba a comprar de todos modos. 

Pantomimas como estas en el barrio las hay a diario cuando se trata de los asuntos de Herminia, por eso tampoco se desconcertó en exceso mi ánimo al presenciar el suceso que he narrado y sólo pude pensar, para mis adentros y en voz baja como ya el lector habrá imaginado, pobre mujer. Y es que lo que todo el mundo piensa cuando se cruza por la calle con ella pues, como digo, maldad no tiene ninguna pero, a pesada, nadie le gana, es pobre mujer. 

En realidad nadie habla mal de esta señora que todo el mundo conoce en el barrio aunque nadie sea su amigo. Es tanta la pena que transmite que nadie se atreve a criticarla abiertamente y, cuando se hace, el criticón siempre se ampara terminando el discursito con alguna de las coletillas que ya he mencionado y justificando su actitud reacia a pararse a hablar con ella en la cantidad del muy preciado tiempo que hace perder  esta señora y que, en estos días, nadie tiene excepto ella. 

Sé de buena tinta que hay muchas herminias a lo largo y ancho de nuestro país. Las hay, igualmente, de muchos géneros y tipologías diferentes; pues, como dice el dicho, a cada loco le da por su tema. Sin embargo tienen todas ellas algo en común que las hace ser del modo que son y no de otro y que, de la misma manera, les hace imposible poder cambiar esa forma de ser a otra con la que, probablemente, les iría mejor en la vida al ser personas normales y no bichos raros a los que todo vecino intenta evitar. Son todas las herminias mujeres mayores, pues ninguna chavalilla joven, por rara e introvertida que sea, actúa de la forma que lo hacen estas ancianas que hay en todas las barriadas de nuestras ciudades. Son todas las herminias mujeres solas, que no solitarias, pues no es lo mismo ser solitario que estar solo. La persona solitaria gusta de su soledad y sabe disfrutarla porque goza de una sesera tan noble y acaudalada que nunca está necesitada de otro ser humano para no aburrirse; la persona que está sola no, la persona que está sola es una persona que no tiene compañía, igual que el solitario, pero que disfrutaría a raudales si la llegara a tener pues, en este caso, la soledad no es buscada sino adquirida, por ventura o desventura, pero impuesta por los avatares de la vida sin que haya voluntariedad en dicho hecho. Son todas las herminias mujeres tristes, pues la vida les ha hecho serlo, porque pocas cosas pueden hacer tanto daño a las personas que el querer compañía a lo largo de los años y no tenerla. Son, por esto, todas las herminias mujeres tristes que cargan muchas penas como si de pecados se tratasen, del mismo modo que el bueno de Jacob Marley cargaba con sus cadenas por la eternidad, sin embargo, en el caso de las herminias, no hubo en sus vidas necesariamente pecados que deban ser expiados, sólo mala suerte en el devenir de los acontecimientos y muchos años gastados en balde. Son, todas las herminias que conozco, mujeres de buen corazón pero de espíritus cansados de la vida y sus triquiñuelas, cansadas del combate del día a día y hastiadas de sí mismas. 

Son, en fin, todas ellas, ese típico género español que, aunque no es autóctono de nuestra patria sí que es bien reconocido en ella por lo abundante del mismo; son, todas ellas, la conocida como la loca del barrio, que nadie ama y nadie odia, que todo el mundo conoce y que todo el mundo intenta evitar porque, en los días que hoy vivimos, nadie tiene tiempo para perderlo con otro ser humano que nada le aporta y del que nada va a obtener ya que, lo único que quiere para ser un poco menos desgraciado, es que alguien le tome como persona y le dirija unas pocas palabras que hagan de sus días jornadas menos desoladas. 

viernes, 17 de octubre de 2014

Los días felices

Cuando era todavía chico mis padres compraron una pequeña hacienda a las afueras de la ciudad, se trataba de un humilde caserío cerca de un pueblo diminuto que arreglaron y adecentaron para que pareciese un hogar pese a que, al tratarse de una residencia de verano, no pasáramos en él tantas horas como en otros lugares. Estaba situada en la falda de una montaña por donde bajaba un pequeño riachuelo del que los lugareños tomaban agua para regar las huertas de patatas y tomates que moteaban aquí y allá los campos de labranza en las lindes del río. Había, naturalmente, pequeños recovecos en la curvatura del arroyo que no habían sido profanados por la mano del agricultor en donde todavía crecían carrizo y junco y que recordaban, a los paseantes de aquella vega, que hubo un tiempo en el que todo aquello perteneció al señorío de la naturaleza y no al del hombre.

Había además un pequeño camino de arena y hierba que recorría el final del caserío y que llegaba hasta la entrada del pueblo que era muy poco transitado. Alguna vez veíamos pasar algún coche perdido que buscaba la manera de volver a la civilización o algún pastor que llevaba las ovejas río arriba hasta llegar a la ladera del monte donde las dejaba pastar tranquilamente mientras se dedicaba a los felices placeres del que no hace nada más que ver pasar las horas. Desde las ventanas de la casa se podía divisar cada tramo del caminito y, así, mis padres siempre tenían una idea clara y serena de dónde me había metido cuando salía a jugar afuera con los otros niños de las casas vecinas. 

Allí los días de verano transcurrían siempre de la misma manera. Nunca fuimos de remolonear demasiado en la cama por lo que a las nueve de la mañana ya solíamos estar todos en pie. Era entonces cuando aquella mansión, porque a mis ojos de crío así lo era, se llenaba de vida y ruidos que hacían vibrar cada una de las habitaciones que la formaba. Yo acostumbraba a desayunar con mis hermanos en la mesita de pino que había en la cocina. Era una triste mesa de listones astillados que, para disimular, había sido disfrazada con un maquillaje de pintura azul que transformaba su humilde facha en divertida, incluso amable de mirar, si no se hacía demasiado. Mi padre solía traer churros y porras en abundancia, recuerdo que siempre decía aquella frase de que más vale que sobre que no que falte, y así lo hacía. Traía más pan del que podíamos comer y todos los días sobraba algo. Sin embargo aquello nos gustaba a todos. Mi madre y mis hermanos, y yo mismo, comíamos tranquilos aquel desayuno que acompañábamos con café o chocolate, dependiendo de la edad y la preferencia del comensal, sabiendo que, en la abundancia, las prisas no son necesarias. 

A media mañana mi madre se ocupaba de las labores que son intrínsecas a una casa ya que, aunque siempre tuvo ayuda, no le gustaba delegar todo el trabajo en el servicio ya que es de la opinión de que nadie sabe hacer las cosas exactamente como se debe cuando se trata de casa ajena y, es por ello, que siempre prefirió trabajar en el hogar y ocuparse de sus tareas que dejarlas en manos extrañas que, aún siendo de apoyo, nunca son tan eficientes como las propias. En ese momento mis hermanos y yo nos armábamos con la ropa de baño y corríamos hasta la piscina al final del jardín, allí matábamos el resto de la mañana metidos en el agua o corriendo y saltando por entre los árboles y la hierba hasta el momento del almuerzo. 

La hora de la siesta siempre fue respetada en mi familia. Fue una herencia que nos dejaron mis abuelos, ellos siempre durmieron después del mediodía para reposar la comida, decían; y mis padres aprendieron bien esta lección. Con los años yo también me he convertido en un fiel devoto de esta tradición tan española y tan sana que permite, de una sola vez, curar los males del cuerpo y prevenir los de la testa. Sin embargo, cuando era todavía chico, la energía de la tierna infancia rebosaba por cada poro de mi piel y, junto con mis hermanos, salíamos a jugar fuera cuando el sol había bajado lo suficiente como para no morir abrasados bajo el cielo de agosto y, con los otros chiquillos que vivían en la misma calle que la nuestra, pasábamos horas y horas correteando por el caminito que bordeaba el río y por donde apenas pasaban los coches. 

Fueron las mejores tardes de toda mi vida. Entre unos y otros nos juntábamos diez o doce chavales de muchas edades. Los había que tenían ya los trece años cumplidos pero también estaban los más pequeños que contaban con sólo siete u ocho y que seguían, fielmente, los mandatos de los mayores que eran los que dirigían tan variopinta cuadrilla. Como las tardes eran muchas y los años fueron varios fueron casi infinitos los juegos a los que nos dedicamos y los que inventamos, pues, a finales de los noventa, el hijo del hombre todavía gozaba de la suerte que propicia la humildad tecnológica y, con piedras y palos, creamos ejércitos, ciudades, competiciones, títulos nobiliarios, alianzas y mundos inagotables que nacieron de nuestras fecundas seseras para deleite de nuestras horas. 

Uno de esos juegos a los que más días dedicamos no tenía nombre concreto pero hizo las delicias de aquellas jornadas por mucho tiempo. Había en el camino del riachuelo muchos árboles y escondites que formaban pequeños claros entre los matorrales que daban la impresión de ser madrigueras para humanos y allí nos reuníamos a dividir los presentes que, habiendo adoptado tales formas por capricho de la naturaleza, iban a convertirse en casas y edificios. Cada uno de nosotros tenía uno de aquellos refugios y en ellos dedicaba el tiempo a jugar ser una u otra profesión de artesano, pues siendo niños, los únicos trabajos que concebíamos eran los industriales para dar forma a cosas variadas que luego intercambiábamos con nuestro vecino redescubriendo el trueque como forma de economía. Teníamos también un rey o reina, que era el encargado de mandar sobre todo aquel conato de sociedad prehistórica que habíamos inventado y que, normalmente, solía ser alguno de los mayores de todos los chavales que allí nos reuníamos. Esas monarquías duraban muy poco pues, según los días, el encargo de liderar tan pueriles huestes recaía en uno u otro sin que hubiera, necesariamente, un orden en la manera de elección ni en el tiempo destinado a la ejecución del cargo. 

Aquellos fueron los días más felices de mi vida. Aquellas jornadas terminaban siempre de la misma manera, ya fuera encaramados a las ramas de un árbol o escondidos en las madrigueras que las malas hierbas y la hojarasca habían dado forma, cuando las luces del día empezaban a flaquear, nuestras respectivas madres nos llamaban a la cena; algunas asomadas desde la ventana de las casas que daban al camino y otras personándose con toda la gloria y pompa con la que se representaría en un cuadro barroco una matrona romana para llevarnos de vuelta al hogar y retirarnos hasta el día siguiente. Entonces era cuando me alejaba cabizbajo de cansancio pero con el corazón satisfecho. Alguna vez miraba lo que dejaba tras de mí y veía el riachuelo y la montaña, el caminito y las hierbas que por él crecían y los muchos árboles que nos habían servido de atalayas para nuestras fechorías. El horizonte iba deshojando los pétalos de un Apolo decadente y broncíneo que se despedía del paisaje entre bostezos. Su hermana la menor anunciaba la llegada del nuevo reino y entre el borboteo de las fuentes y el último vuelo de las golondrinas al atardecer la oscuridad lo iba conquistando todo. 

lunes, 13 de octubre de 2014

Benditos Viernes

Hay gentes que tienen por costumbre sentirse aterradas cuando, llegado el fin de semana, la única opción que se les presenta es permanecer apoltronados en sus casas. No digo, naturalmente, que no sea yo un hombre que disfrute del placer de salir a pasear por las calles de Madrid los viernes y los sábados; incluso también los domingos, siempre y cuando mis humores no se vean resentidos en demasía por los excesos de los días precedentes. Sin embargo hay personas que, ante la sola idea de sostener una existencia arraigada en sus hogares cuando la semana toca a su fin, sienten nauseas, dolores de cabeza y vergüenza en exceso. Y esto se debe, querido lector, a que consideran que, llegadas estas jornadas, es el momento de dejarse ver en la muy ilustre sociedad y pavonearse delante de todas sus amistades y enemistades con el firme objetivo de demostrar lo muy felices que son y cuán bien les va la vida. 

Resulta de todo esto que muchos de mis coetáneos están más interesados en demostrar su felicidad que en disfrutarla, aunque, todo sea dicho, es este hecho contradictorio por sí mismo, ya que, demostrando lo muy dichosos que son, hallan en verdad la dicha ansiada y es por ello que no sé muy bien cómo calificar esta realidad, si de paradójica o de divertida. Paradójica porque no deja de resultar incoherente que el ser humano encuentre la felicidad máxima de su existencia en cosa tan absurda como esta lo es; o divertida porque, visto desde la distancia, resulta harto entretenido observar las conjuras y tejemanejes que unos y otros se traen para lograr su intención como si de una obra teatral se estuviera siendo testigo desde la seguridad de la lejanía. 

Tengo por costumbre, en mis escritos, comenzar la narración haciendo referencia a un hecho puntual que me haya acontecido recientemente y que me sirva de punto de partida para la narración y las disquisiciones filosóficas que vienen a colación de lo primero. Sin embargo, en esta ocasión, no procederé de este modo dado que, sin excepción, cualquier tarde de viernes se convierte en el principio de un ejemplo perfecto que ilustra esta manera de obrar que tienen las gentes de hoy en día por muy variada que sea su procedencia o por lo muy diversos que sean sus gustos.

Todas las noches de fiesta vemos por la muy noble villa deambular de aquí a allá chicos y chicas y también hombres y mujeres engalanados con sus mejores ropas y cachivaches electrónicos que, siendo los más nuevos, lo único que tienen de especial es ser más caros que aquellos que los precedieron y, quizás, más pequeños o más grandes, dependiendo de los dictámenes que sentencie la moda de la temporada. Esto no debe sorprendernos puesto que se presume mucho mejor rodeado de toda la pompa y todo el boato que pueda ornamentar aquello que sólo nos ha sido dado por naturaleza y que, en muchos casos, no es ni bueno ni bonito, ni, muchísimo menos, suficiente. 

Respecto a los quehaceres de los fines de semana por los que optan estos personajes que pueblan las calles de Madrid es justo decir que son tan variados y variopintos como ellos mismos en sus géneros. Lo único que tienen en común es la compañía. Y es que los fines de semana se puede hacer muchas cosas, mejores o peores, más caras o más baratas, más sanas o más insanas, lo único que no está permitido, ya que constituye un escándalo y una completa obscenidad a la moral que impera hoy en día, es permanecer solo.

Lo mejor es, sin duda, hacerlo acompañado de un gran número de cabezas que conformen un grupo lo suficientemente voluminoso como para moverse a tropel de aquí a allá y dando testimonio fehaciente de que, dentro de la sociedad, nuestra pequeña fiesta, constituye otro aparte social con cuerpo propio y que, por ello, merece ser tratado con el máximo de los respetos. Verse inmerso en uno de estos grupos tan nobles es lo más elevado a lo que el ser humano puede aspirar un fin de semana porque significa, evidentemente, que uno pertenece a una masa que lo defenderá y lo amparará en cualquiera de las difíciles situaciones que pueden acontecer en esos días y que, además, disfrutará del placer de no tener que pensar en demasía ya que la masa se ocupa de realizar una tarea tan zafia y pesarosa. 

Luego hay también grupos más pequeños, los que están formados por un mínimo de dos amigos y un máximo de cinco, más o menos. En estos gentíos siempre suele haber uno de los personajes que lleva la voz cantante y que se erige como líder y es el encargado de la toma de decisiones ya que, sin él ni su experta experiencia y genio, el resto del grupo no sabría ni qué hacer ni a dónde ir. En este caso la zafia tarea no recae en la sagrada democracia sino que es este paladín de la hermandad y el compañerismo el encargado de llevarla a efectos. 

Este líder es un ser fundamental para los grupos medianos que vemos deambular los fines de semana por nuestras calles ya que, constituye el pegamento que cohesiona esta pequeña sociedad de juguete, que es el grupo medio, y que permite que se mueva eficazmente. La figura del líder es un tema interesantísimo, sin embargo no es esta la cuestión que nos ocupa ahora por lo que no me entretendré más en ello ni tampoco profundizaré en exceso. Sobre su estampa, sólo debo matizar que cuando los grupos son más grandes, como los primeros que he mencionado, la figura del líder se disuelve entre la multitud y pasa a convertirse, en su lugar, en criaturas que muestran afinidades más marcadas con algunos de sus compañeros pero que, en ninguno de los casos, constituye un almirante que dirija a sus camaradas a la victoria de aquella batalla que es la noche. El líder es un ser autóctono de los grupos medianos, en los grandes pasa desapercibido al no poder ejercer su señorío; como todos sabemos, donde no hay pan tierno se come pan duro. 

Finalmente, los fines de semana en la capital, podemos encontrarnos con el tercero y último de los grupos que deambulan por nuestras amadas calles y que bien hago en dudar de si darle el calificativo de grupo dada su exigua composición. Pero, tomando como referencia los otros dos géneros que ya han sido catalogados en líneas anteriores, procederé en el mismo obrar y conservaré esta denominación aunque sean sólo dos almas felices las que le den cuerpo a este elemento de nuestra  querida sociedad. Y es que resulta que el tercero de los grupos no es sino el más pequeño con el que podemos topar en nuestro análisis, pues está formado por sólo dos personas que, aparte de tiempo, comparten también cama. 

Este tercer grupo acostumbra a ocupar su tiempo los fines de semana en cenas románticas o escapadas al cine o a los centros comerciales para comprar cosas que no necesita pero que, a pesar de ello, constituyen una buena excusa para poder gastar las horas en compañía el uno con el otro sin necesidad de hablar demasiado y poner en peligro, de esta manera, su idilio pastoril. 

Son las parejas un grupo de los fines de semana de la capital tan complejo y particular que se podrían escribir páginas y páginas desgranando los diferentes modos que tienen de obrar en su querer y las diferentes tipologías que existen de las mismas, sin embargo, al igual que sucedía con la figura del líder, no es este momento ni lugar para enmarañar el discurso con sus especies y naturalezas. 

De esta manera observamos que en el arte del dejarse ver en sociedad todo esta permitido mientras sea en compañía. Hallamos los enormes grupos de amigos ruidosos que deambulan como un enjambre de langostas devorando todo en su caminar; encontramos los discretos grupos medianos, dirigidos por su salvador omnisapiente sin el que estarían indecisos en su disponer y condenados al peor de los castigos que pueda acontecer en estos tiempos, el aburrimiento; y, finalmente, descubrimos las felices parejas que constituyen el tercero y último estamento de esta categorización de grupos y grupillos que están presentes las noches de los viernes y los sábados por las calles de nuestra loca y amada ciudad que es Madrid. 

Y es que, para vanagloriarse delante de amigos y otras gentes, es fundamental no sólo ir bien vestido sino, sobre todo, ir acompañado. Por eso, querido lector, si llega el fin de semana y dudas entre salir de casa o quedarte en ella, pregúntate primero con quién lo harás y cómo, no vaya a ser que, por el devenir de los astros, resulte que tu única compañera sea la soledad y no puedas jugar en esta feria de las vanidades que para nada sirve y que nada aporta. 

Si llegare tal día, mejor refúgiate en tu castillo que es tu fortaleza, ármate con un buen libro entre las manos y verás lo fácil que es conquistar el mundo sentado en el sillón del hogar sin necesidad de batallar aquí y allá. Yo gusto mucho de hacer esto algunos días. Sé que se trata de una confesión horrible e imperdonable. Comprendo el escándalo que supone a los ojos de los hombres leer en estas líneas que alguien prefiere quedarse un viernes por la noche en casa en lugar de salir a jugar en ese circo de la presunción que es la noche; sin embargo, siempre fui un obsceno al que le gustó disfrutar de los benditos viernes a su manera. 

martes, 7 de octubre de 2014

Ars Creandi

En una ocasión coincidí con un artista de prestigio reconocido que respondía al nombre de Antonio. Tenía un aire diferente al de la mayoría de los pintores que he podido conocer a lo largo de mi corta vida. Se trataba de un hombre humilde, rodeado, todo él, por un aura de paz que conseguía transmitir a los que tenía a su derredor y que lograba que su compañía no fuera sólo interesante sino además reconfortante. Coincidimos en un almuerzo que había preparado una de esas grandes y muy nobles instituciones artísticas de la capital y que servía para reunir a gentes de muchas clases y géneros que, de un modo u otro, estaban relacionadas con el mundo del arte, más en concreto con las artes plásticas contemporáneas de hoy en día. 

Durante el encuentro se habló de muchas cosas y, algunas, incluso interesantes. La atmósfera que allí se respiraba consiguió elevar mi espíritu más allá de las copas de vino y de los canapés que desfilaban de un lado a otro montados sobre brillantes bandejas de metal en blanco y plata y que eran el principal objeto de atención de los asistentes, ya fueran empresarios, políticos o artístas. 

Cabe mencionar que el caso del autor que he nombrado era excepcional, pues no faltaban a aquella cita los fantasmas habituales que deambulaban de aquí a allá con sus aires de grandeza y de genio incomprendido que lo único que hacían con su actitud era profanar los altares del arte con creaciones ridículas que en nada conseguían sacudir el alma del tan reverenciado y solicitado público y que, en realidad, sólo buscan rodearse de aduladores y mequetrefes dispuestos a desprenderse de ingentes cantidades de dinero por unas obras que nada tenían de artísticas. 

Sin embargo el caso de mi pintor es diferente. Sus creaciones en verdad hacen vibrar cada célula del cuerpo y sus lienzos atrapaban la retina del alegre observador que, posando su mirada aquí y allá, topa por casualidad con alguna de sus piezas y queda entonces enganchado a ella por un tiempo, más o menos largo, hasta que sus pupilas, secas de tanto mirar, llaman a su cerebro y a sus párpados para lubricar aquellos ojos absortos de belleza. 

Sin embargo eran pocos los artistas que allí pude ver que fueran autores y no artesanos entregados a la empresa de hacer dinero. Todos hablaban de su arte como si hubieran redescubierto la vanguardia en estos días y como si todos los miguelángeles que les hubieran precedido no fueran sino meros peones de la Historia que habían servido en el pasado sólo para abrirles un camino en el mundo de la creación que encontraba su principio y su final en estos nuevos genios gracias a un destino trazado tiempo atrás por un poderoso Hado invisible que había escrito sus triunfos con cincel y mármol sobre las estrellas que tachonan el firmamento desde el albor de los tiempos. Era esta una feria de las vanidades donde animalillos de cortas entendederas de devoraban entre sí en un esfuerzo inoportuno por eliminar de sus caminos al posible adversario y no encontrar rival que hiciera frente a su gloria, ni tampoco a su fama. Todos eran patéticos, tanto por sus pretensiones como por su pobre capacidad a la hora de llevarlas a cabo ejecutando planes y artimañas indiscretas que dejaban entrever las afinidades y enemistades que unían y separaban a estos de aquellos y a los aquellos de los estos. 

Podría entretenerme mucho y largo hablando del arte de mi querido Antonio, sin embargo no es esta la empresa que me ocupa en estos momentos, aunque sí que era necesario, querido lector, que expusiera la tesitura en la que le encontré y las circunstancias que la rodeaban y que me llevaron a estrujarme la sesera hasta llegar a los pensamientos que sí que son asunto de estas líneas. Como ya he comentado había muchos personajes del mundo del arte en aquel encuentro tan prolífico con el que las grandes instituciones de este país nos deleitaron a unos y otros, de dentro y fuera de un reino que, en muchos casos, resulta excesivamente endogámico y en donde no se puede prosperar ni hacer negocio sin un padrino que enaltezca nuestros esfuerzos, o nuestra ausencia de ellos. 

Resultó que, en medio de este circo, yo permanecía relativamente a buen recaudo. Me había retirado sabiamente y había encontrado una silla cómoda en una esquina del salón donde se celebraba la recepción y que permanecía discretamente lejos de todo el barullo y los cotilleos desde donde disfrutaba del espectáculo imbuido de mis pensamientos, que siempre han sido uno de los mejores entretenimientos que he encontrado en todo este loco mundo, cuando, de repente, y sin que yo me hubiera percatado de su acercamiento, el bueno de Antonio asió una de las sillas que estaban junto a la mesa y tomó lugar junto a mí tras una petición de disculpas y una sonrisa. 

Me contó lo mucho que le aburrían estos actos y me explicó que no le había quedado más remedio que acudir a este ya que, cuando a uno le honran con la entrega de un premio no está bien no asistir a la ceremonia. Estuvimos charlando unos veinte minutos que para mí fueron deliciosos. Nuestro encuentro no pudo llegar ni a la media hora ya que, cuando la masa se percató de su escondite, se abalanzó sobre él y lo arrastró nuevamente a los corrillos que ocupaban la parte central de aquel teatro de pedantería donde todos los pecados son perdonados ya que, lo único que necesitan, es un pedestal donde convertirlos en objeto de admiración y deleite. 

Después de aquello me retiré discretamente por una de las puertas laterales que habían permanecido cerradas durante todo el convite pero que, terminando ya el encuentro, habían abierto de par en par para que los invitados pudieran ir desalojando la sala cómodamente y sin formar grandes aglomeraciones de gente borracha junto al vestíbulo. Mi primera reacción cuando conseguí escapar de aquella urdimbre de altanería fue coger el primero de los taxis que pasara por la calle y poner rumbo a casa para descansar los pies y, sobre todo, el alma. Sin embargo la noche era agradable y los taxis no parecían querer dejarse ver aquella madrugada por lo que eché a caminar calle abajo y proseguí con la noble y feliz tarea de pensar en mis cosas sin que nadie me pudiera despistar esta vez. 

De toda la chusma que se había reunido en aquella velada no aprendí nada. Sin embargo, del bueno de Antonio, aprendí al ver su semblante. Su sencillez humilde y sincera que disfrutaba de las cosas llanas de la vida era una fórmula de la felicidad que se antojaba demasiado simple para ser real y fue entonces cuando, como si de un satori se tratase, empezaron a venir a mí ideas variadas sobre el tema que hicieron que mi mente se tornara clara como la luz del amanecer en una mañana de primavera y entendí la bendita paz interior que aquel hombre transmitía. 

Habrá sin duda quienes no comprendan lo que voy a explicar, pues, a pesar de lo que es evidente a la razón humana, hay personas que se empeñan en proseguir por el camino del absurdo y de la negación, sin embargo eso es un problema que ni me atañe ni me preocupa en exceso y que sólo consigue conmover mi corazón haciendo que sienta una lástima caritativa por esos pobres diablos que se ahogan en su propia soberbia. El ser humano, en tanto que es imagen de Dios, sólo puede hallar la felicidad cuando crea, siendo de esta forma insuficiente la mera existencia en el ser a diferencia de otros entes que gozan alegres de una existencia sin la alegre generosidad del acto creativo. Así, el hombre, para ser plenamente feliz, necesita ser como Dios y dedicarse a la creación de obras de cualquier clase que le permitan completar esa manera de ser particular y concreta que lo hace, más noble que otros entes, pero a la vez esclavo de una felicidad mucho más complicada de asir para sí. 

De repente todo se mostraba a mis sentidos tal y como es en verdad: trascendental. Vi la felicidad de aquel hombre que había conocido y reconocí en ella la imagen y la fuerza activa de la divinidad en la acción creadora y comprendí que, la paz del hombre, si es verdadera y no fingida, debe pasar necesariamente por el acto de la creación en cualquiera de sus formas. Se mostraron ante mí pintores y escultores, artistas y actores muchos, y también escritores y poetas, músicos y bailarines, genios de la creación en todas sus formas y también filósofos y novelistas y reconocí en todos ellos la fuerza creadora y en ella la paz feliz que satisface a los hombres. 

Continué caminando durante un largo rato en aquella noche gloriosa en la que vi infinitud de estrellas postradas frente a mis pupilas y entregadas a los ojos de la percepción. Mi corazón estaba colmado de goce por el descubrimiento que había hecho y mi cabeza disfrutaba del trabajo bien realizado. Entre tinieblas y luces amarillas que tintineaban al ruido que hacían los coches que cruzaban la calle, veloces como si el tiempo les pisara los talones, llegué alegre a mi casa y descansé feliz. 

lunes, 6 de octubre de 2014

Gallos y gallinas

Recuerdo que cuando era todavía un niño deambulaba de aquí para allá subiendo por las calles del barrio pera y yendo a mil sitios distintos. Mi antiguo colegio estaba en una de las avenidas que lo cruzan y en los ratos de recreo salíamos a comprar algo con lo que matar el hambre y algo que beber por el simple placer de hacerlo. Como éramos muchos y de muchas clases nos separábamos en diferentes grupos y ocupábamos toda la calle de la escuela y también las que estaban a su derredor. Durante media hora los transeúntes tenían que hacer verdaderas peripecias para conseguir atravesar la vía con éxito esquivando corrillos de chavales aquí y allá que, en plena adolescencia, se afanaban por ser lo más ruidosos y maleducados posible cuando alguna señora entrada en años nos llamaba la atención por nuestra falta de civismo al ocupar las aceras y obligando, de este modo, a que la anciana tornase alrededor de los jóvenes llegando a veces a tener que serpentear los coches aparcados en las lindes de la carretera. A nosotros todo eso nos resultaba divertido y, por ello, cuanto más insistían en nuestra falta de cortesía, más nos crecíamos y nos engalanábamos con nuestra soberbia. 

Recuerdo que había un supermercado a unos pocos pasos de la puerta del colegio donde mis amigos y yo comprábamos los desayunos todas las mañanas sin excepción. Después, solíamos comer de pie en la misma entrada de la tienda para horror de los demás clientes. Todo esto nos llevaba unos quince minutos entre que salíamos de clase, comprábamos lo que considerásemos oportuno y lo comíamos nada más salir. Después, el otro cuarto de hora que restaba lo empleábamos en subir la calle hasta llegar a la tienda de golosinas que estaba justo en el chaflán del mismo edificio del supermercado. Algunas veces no comprábamos gran cosa, quizás sólo chicles para limpiarnos la boca después de tan opípara merienda y así quitarnos el sabor a napolitana industrial o a cruasán relleno de chocolate y sus restos de entre los dientes. Otras cogíamos una de las bolsitas de plástico que había en la entrada y la llenábamos de fresas, huesitos, regalices o cualquier otro caramelo que se nos antojase de postre. 

En esos años comenzamos a quedar por las tardes después de clase. Lo más habitual era que lo hiciéramos en la entrada del colegio ya que, aunque ninguno de los amigos lo decía, todos sabíamos que era un terreno neutral y que no supondría discrepancias porque, si nos hubiéramos citado en otro sitio, enseguida habría habido quien dijese que no le resultaba cómodo desde su casa o habría puesto cualquier excusa para cambiar el punto de encuentro a otro que le fuera más favorable a sus propios intereses. De esta forma nos congregábamos en el mismo edificio donde pasábamos las mañanas de lunes a viernes y que considerábamos como nuestra base de operaciones desde donde empezar cualquier loco plan las tardes del fin de semana. 

En aquellos años fue cuando probé mis primeras cervezas. Los planes habituales los viernes por la tarde era comprar bebidas de diferentes clases y escondernos en algún parque de la zona para emborracharnos hasta, lo que creíamos en aquella dulce primavera de la ignorancia, perder el control. En realidad lo único que conseguíamos era perder la decencia y el equilibrio ya que, el miedo todavía se afanaba en controlar cada una de las esferas y gestos de nuestra corta vida y, a pesar del alcohol, ser valiente era cosa mucha y difícil. 

Dependía de la época y del año. El vodka era lo más habitual en aquellas reuniones de amigos. Escogíamos el zumo de patata por varías razones; en primer lugar no huele, y eso es una gran ventaja cuando tus padres te obligan a llegar a casa antes de medianoche y corres el riesgo de encontrarlos todavía despiertos en el salón; en segundo lugar no mancha, otra gran virtud para una bebida espirituosa cuando las piernas empiezan a flaquear y a torcerse de un lado a otro y la cabeza comienza a tornarse pesada sobre los hombros cuando la vista se nubla; y, finalmente, teníamos dieciséis añitos, a esa edad hasta las comidas un poco sazonadas nos rascaban la garganta y, pese a ir de gallitos, nos costaba tragar el alcohol que habíamos elevado a los altares como si se tratase de la quintaesencia o la panacea de todos nuestros problemas y miedos de niños grandes. 

Naturalmente estos caldos no los bebíamos a palo seco. Aquí es muy curioso ver como los roles sociales imponen costumbres absurdas. De este modo los chicos bebíamos el vodka mezclado con refresco de limón mientras que las chicas lo hacían con zumo de naranja de bote. Esto, que pueda parecer una simple anécdota sin importancia, tiene una razón de ser concreta, y es que el zumo de naranja estaba mucho más dulce que el refresco de limón y así se conseguía un batido de frutas con alcohol que las chiquillas podían tragar sin hacer muecas con la cara y sin necesidad de que la copa se les aguara en la mano a base de sorbos tan escasos que, en lugar de conseguir que el líquido se redujera, conseguía que aumentara a causa de la fusión del hielo en agua. Por el contrario, los valientes que mezclábamos el zumo de patata con limones, demostrábamos nuestra hombría y lo mayores que éramos al dar prueba fehaciente al beber un refrigerio tan recio sin necesidad de edulcorarlo con trucos de principiante. Y eso es fundamental cuando tienes dieciséis años. 

Cuando habíamos terminado con los alcoholes que tan alegremente habíamos comprado dejábamos todos los envases repartidos por el parque que nos había servido de lugar de reunión para nuestra fechoría, demostrando de nuevo nuestra amable cortesía para la sociedad, y nos encaminábamos rumbo a la discoteca de turno. Casi siempre terminábamos en el mismo local. No era grande, ni bueno, la música no estaba mal del todo, el ambiente era tan ridículo como en cualquier otro sitio de la zona pero era el que estaba de moda y a la que teníamos que ir para dejarnos ver por toda la gente guapa del colegio.

Dentro las luces cambiaban de color y giraban en círculos concéntricos que escribían órbitas sobre el suelo de la pista de baile y sobre nuestras caras. El local estaba decorado con algunas palmeras verdes de plástico repartidas por cada una de las esquinas o recovecos sin utilidad que había, ya que la forma de la discoteca era completamente irregular y, tras la puerta, había un pasillo que se retorcía en forma de curva hasta llegar  a una pequeña sala donde había una barra en la que servían refrescos y zumitos de piña que hacían las delicias de las quinceañeras borrachas. A continuación, anexa a la sala de los zumitos, se extendía otro espacio más grande pensado en origen para el baile, pero donde sólo bailaban las chicas que habían ingerido altas dosis de vodka alternando el peso de su cuerpo de una pierna a otra y sacudiendo el pelo de un lado a otro como si de niñas pequeñas se tratase mientras los chicos permanecíamos quietos como estacas fingiendo que las canciones no iban con nosotros. Finalmente, tras la pista se alzaba una especie de gradería completamente irregular distribuido en pequeños saloncitos con sus correspondientes sofás y mesas donde los más privilegiados disfrutaban de su zona VIP y desde donde podían contemplar toda la escena como césares romanos.

Como aún éramos niños dentro del local no se vendía alcohol. Esta era otra de las razones por las que nos esforzábamos tanto en envenenarnos a conciencia antes de entrar, de esta forma nos garantizábamos que la diversión durase toda la noche. Después de pagar el precio en la puerta nos regalaban un papelito cuadrado de unos cinco centímetros de lado en el que estaba estampado por un lado el logotipo de la discoteca y, por el otro, un número con caracteres traslúcidos que indicaba el número de invitado a la fiesta. Con ese papel teníamos derecho a una bebida en la barra. Lo mejor era pedir una coca cola que, no está mala del todo y, además, gracias al golpe de cafeína que conllevaba el sueño no hacía aparición hasta muy tarde. 

Todas esas reuniones eran un verdadero desfile de poderío y testosterona. Recordándolo ahora se antoja ridículo, pero mentiría si dijera que no lo pasábamos bien. En aquella época nuestro mundo era muy pequeño y nosotros éramos los reyes de ese mundo que, aunque pequeño, era nuestro. El local solía cerrar a medianoche. Ya nos habían sacado todo el dinero que íbamos a gastar así que nos echaban con prisa y de malas maneras a la calle para limpiar y preparar de nuevo la discoteca para el siguiente reo, el de los que tenían más de dieciocho y que para nosotros eran algo así como semidioses encarnados que habían logrado alcanzar su divinidad tras una especie de transubstanciación metafísica que se obtenía de manera automática al convertirse en mayor de edad. 

Ya en la calle remoloneábamos unos minutos más entre besos, abrazos y despedidas antes de coger los autobuses y taxis que nos llevarían de nuevo a casa y donde dormiríamos como benditos a pesar de las ingentes cantidades de alcohol ingeridas aquellas noches de borrachera y camaradería. Ese era el momento en el que terminaba el espectáculo. Naturalmente nosotros no éramos conscientes del gran despliegue que habíamos organizado, toda esa pompa que nos acompañaba en cada encuentro y esa forzada despreocupación por la vida y por los días de aquella época. Todo era un gran teatro de máscaras donde las gallinas se vestían de gallos con sus mejores caretas aderezadas con el zumo de patata adecuado a cada ocasión para, a los ojos de los demás y los nuestros propios, ser hombres y no niños. 

Belleza Tanta

En una ocasión que había salido temprano de casa me dirigí calle abajo hasta llegar a La Frambuesa. La Frambuesa era una cafetería antigua que había conservado el aire propio de un local francés de principios de siglo. Al entrar el aroma de los pasteles y las galletas te embriagaba y se pegaba a la piel envolviéndote las mejillas y la parte de detrás de las orejas como un sentimiento de la infancia que abriga y protege de todo lo malo que puede  suceder. Recuerdo el aroma a jengibre y vainilla que revoloteaba por todo el local y que era tan característico de aquel sitio como las sillas desvencijadas de madera lacada que abarrotaban el saloncito. 

Justo detrás del comedor había un gran expositor donde se agolpaban los pasteles contra el cristal y, junto a él, uno o dos camareros que siempre preguntaban sonrientes qué es lo que deseaba tomar. Como desde pequeño fui un chico de costumbres siempre pedía lo mismo cada vez que iba. Me sucede continuamente. Las primeras veces que voy a un café nuevo puedo dudar sobre qué pedir y qué tomar pero, cuando he probado ya varios de los bocados que ofrecen, siempre que repito visita pido aquello que más me haya gustado y no me preocupa perderme cosas nuevas que, de forma indefectible, quedarán fuera de mis catas para siempre. 

Pagué con uno de esos billetes pequeños que de tanto pasar de mano en mano están ya muy sucios y arrugados y con algunas monedas que me había echado al bolsillo antes de salir de casa. Tomé la bandeja donde el muchacho que me había atendido había puesto las galletas de jengibre y el té rojo y me dirigí a uno de los pocos sillones que tiene La Frambuesa y que son siempre los primeros en ocuparse cuando hay clientes. Esta vez tuve suerte y conseguí el que está justo al lado del gran cristal del escaparate. Lo bueno de pasear por Madrid los días de diario por la mañana es que la mayor parte de la gente está trabajando o durmiendo y somos pocos los que, ociosos, aprovechamos la mañana para deambular por el centro de la ciudad sin rumbo fijo. 

Por la ventana veía a los transeúntes pasar deprisa por la acera. El día se había levantado revuelto y un viento frío bajaba la calle con más prisa que las pobres víctimas que azotaba haciendo volar de un lado a otro sus abrigos y sacudiendo las ramas de los árboles que bailan al son que el viento les marcaba. Dentro de La Frambuesa sucedía lo contrario. La temperatura era muy agradable, hacía ese calor que por su naturaleza debería ser agobiante pero que, por contraste con el exterior, resulta agradable y reconfortante. Era ese mismo calor que se siente cuando uno se esconde en la cama y alarga la manta hasta la punta de la barbilla dejando escapar de su abrazo sólo una cara sonriente que emerge de entre las sábanas y las almohadas y saluda feliz sin que parezca que tenga un cuerpo al que estar atado que lo acompañe. 

Rompí por la mitad una de las galletas que había comprado y me la metí en la boca. No había comido nada desde la noche anterior y dos corrientes eléctricas golpearon el interior de mis mejillas hasta morir debajo de la lengua en un dolor agradable que se mezcló de inmediato con el sabor picante del jengibre. Mastiqué y tragué y después di un pequeño sorbo a la taza de té que todavía estaba demasiado caliente para poder saborearlo. Mi mirada se desvaneció y mi atención se perdió por debajo de mis ojos que, pese a estar abiertos, no veían nada de lo que tenían delante. Las imágenes se sucedían a cada instante, lentas pero dinámicas, aunque permanecían constantes ya que dentro del café no sucedía nada nuevo. Mi atención y mi consciencia misma habían abandonado aquel lugar, mi cerebro no escudriñaba el mundo a mi derredor sino que el pensamiento había desaparecido de toda forma. No pensaba en nada, no percibía nada, nada ocupaba mi atención, simplemente había dejado de ser consciente y era perfecto. 

Lo malo de esta gozosa inconsciencia es que dura poco, tres o cuatro segundos como mucho. Después la realidad vuelve a invadirnos y entonces reaccionamos ante ella con desgana, abriendo mucho los párpados para desperezar los ojos absortos en la nada y estiramos el cuello caído sobre unos hombros que, de tanto relajamiento, han terminado por volverse tirantes y poco útiles en su función. Así fue como me percaté de que no estaba solo en el café sino que, al contrario de lo que había percibido a mi entrada, había al final del saloncito una mujer muy mayor sentada en una de las sillas antaño elegantes que ojeaba unos papeles arrugados y desgastados por los bordes. Digo papeles porque aquello que tenía entre sus manos aquella señora no era sino el cadáver descuartizado de lo que en otra vida anterior fuera un libro pero que, por fortuna o por desgracia, el tiempo se había encargado de desollar hasta dejarlo reducido a unos cuantos paquetes de papel asidos entre sí por una urdimbre de hilos que colgaban roídos de los cantos de cada uno de los bultos en los que estaba troceado.

Naturalmente la cubierta no formaba parte de aquel esperpento por lo que, desde mi sillón y mi perspectiva, me fue del todo imposible adivinar el gozoso título que aquellos papeluchos debieron llevar por nombre y que conseguían, con sorprendente belleza, encadenar a aquella mujer a su lectura sin que nada de lo que a su derredor se encontraba fuera capaz de sustraerla de tan noble tarea. No recuerdo el tiempo que pude pasar observando a aquella señora, pero sin duda debió de ser más del que una persona de bien puede permitirse observar a otra sin ser considerado maleducado. Entonces reaccioné y dirigí mi atención a cualquier otra parte, no fuera a ser que se percatase de mi interés y entonces me viera arrojado a una situación cuanto menos embarazosa al saberme descubierto en una ocupación tan poco prudente. 

Aquella mujer debía superar los sesenta sin ninguna duda. No fue su voluptuosidad lo que llamó mi atención cuando reparé en ella. Tenía el pelo entre gris y blanco recogido en una humilde coleta que le caía por delante del hombro. Vestía todo de negro, con un jersey de cuello alto pero muy abierto que dejaba ver parte de su musculatura. Era estrecho y se ceñía completamente a su torso. Así pude ver que su delgadez extrema había reducido sus pechos a una expresión ridícula de la feminidad, apenas se notaban dos pequeñas protuberancias debajo de la clavícula y que le transmitían un aire andrógino que resultaba atractivo y que despertaba la curiosidad de quien la observaba. El resto de la vestimenta la completaban un pantalón estrecho e igual de ceñido al cuerpo que el jersey y unas botas negras de cuero que le llegaban hasta la rodilla. Su piel estaba bronceada, pero no era esa su naturaleza sino el efecto de largas horas bajo el cariño del sol. En medio de su cara, brillantes como dos estrellas en la noche oscura, dos ojos azules eran el centro de toda su belleza. Ya sea por el negro de su ropa o el blanco de su pelo, aquellas turquesas de carne resplandecían sobre todas las demás cosas y agarraban al espectador obligándole a mirar su profundidad y sin que pudiera escapar de ellos como si de un Ulises abstraído por la belleza del canto marino se tratara. 

Fue una suerte darme cuenta de mi impertinencia a tiempo y así evitar ser descubierto en mi tarea de fisgón por aquella mujer. Probablemente, en caso de intercambiar miradas, nada hubiera hecho más que aguantar unos segundos el semblante ya que, a pesar de ello, hubiera sido un descuido molesto para ambos. Sin embargo, habiendo recuperado ya por fin la consciencia de mí mismo, comprendí que mi indiscreción era perfectamente comprensible dada la belleza que en aquel momento había tenido lugar en aquella esquina oscura de La Frambuesa. Tanto aquella señora, como la circunstancia, como el libro desollado; todo ello formaba un cuadro magnífico digno de ser fotografiado y conservado para poder gozar de su belleza eternamente. Fue un momento delicioso, todo ello hizo que me olvidara del jengibre bajando por mi garganta y del azote del viento de la calle. Poder contemplar tanta belleza de manera inesperada supuso en mí un goce mayor que cualquier cosa que hubiera podido elegir si me hubieran dado a imaginar aquel día nada más despertar a los brazos de la mañana. 

Aquella mujer permaneció en aquel estado de gracia por lo menos una hora más desde el momento en que yo me percaté de su existencia. Pasado ese tiempo recogió lo mejor que pudo sus papeles y los acordonó con una cinta rosácea que anudó en forma de lazo para después guardar el intento de libro en su bolso de mano, también negro, como su ropa, y que hasta entonces había pasado completamente desapercibido a mi pormenorizado estudio. Se levanto despacio de la silla. Todas sus formas eran tan delicadas como silenciosas, me pareció estar viendo una película sin sonido, pero no una de esas antiguas en las que todo se sucede con celeridad y a paso fatigante, se trataba de una película actual a la que le habían robado el sonido. Sólo quedaba la imagen de la belleza irguiéndose con delicadeza y firmeza al mismo tiempo, la combinación de ambas cualidades resultó en una elegancia sublime que consiguió reafirmar todavía más en mi mente el ídolo que había construido con la primera vez que me quedé absorto mirándola. Descolgó su chaqueta del respaldo de la silla muy despacio para que no se arrastrara contra el suelo y lo hiciera chirriar y se lo colocó debajo del brazo junto al bolso. Finalmente comenzó a andar entre las sillas y las mesitas del saloncito de La Frambuesa hasta que llegó a la puerta. Entonces la abrió con la misma delicadeza y solemnidad con la que había hecho cada uno de sus gestos hasta el momento y la atravesó con el mismo silencio que había estado. Desde mi posición pude ver a través del cristal como se alejaba. El viento había cedido un poco su imperio y hasta el cielo acompañaba la pulcritud ritual con la que observaba la escena. Finalmente giró al final de la calle por la primera esquina y lo último que pude ver fue el pelo blanco de su coleta mecerse con el cambio de rumbo. 

Permanecí unos minutos con la mirada perdida atravesando el cristal. Cuando mi mente regresó del mundo de las ensoñaciones reparé en que el té se había quedado frío. A pesar de ello tomé un par de tragos más, ya que se me antojaba un despilfarro sinsentido dejarlo casi entero en la bandeja, y terminé de comer las galletas de jengibre que había pedido al llegar. Cuando hube acabado permanecí unos cuantos minutos más apoltronado en aquel sillón de la esquina hasta que el café empezó a llenarse de gente nueva que salía de las oficinas cercanas y que se abalanzaba contra el mostrador de cristal en busca de algo que llevarse a la boca. El ambiente se había enrarecido demasiado para una persona de gustos tan refinados y misántropos como los míos. Así que decidí recoger mis cosas y salir a la intemperie del aire libre y partir rumbo a casa.